(De "Dios, amor que desciende" por Karl Rahner)
Con frecuencia, sufrimos bajo el peso de nuestra situación, determinada por la historia precedente y por sus factores. Somos a menudo pelotas de la política, experimentamos sus consecuencias, miramos con terror al futuro; nos preguntamos cómo puede ser posible, en tales condiciones, nuestra vida tal como nosotros la planeamos. Angustiados y desconfiados de ella y de su ámbito existencia!, nos preguntamos continuamente si la realidad nos suministra el material que necesitamos para organizaría.
El Logos de Dios ha osado meterse en esta trastornada realidad para convertirse en un indeseable desterrado, miembro de una familia venida a menos, ciudadano de un país esclavizado. Nace en pobreza, en un establo, porque a María y José no les reciben en la posada; tanto que san Pablo puede decir de su pobreza: «por nosotros se hizo pobre, siendo rico...» (2 Co 8,9). Pero esta pobreza nada tiene de extraordinario, no llama la atención. Lo que María y José tuvieron que pasar en Belén, probablemente no les alteró. Lo recibieron como la suerte normal de la gente baja. Sin embargo, un nacimiento en condiciones tan infelices y vulgares no parece, al menos para nuestro gusto, el principio adecuado de una vida grandiosa.
Todo el ambiente en que Jesús nació resulta estrecho, ordinario, sofocantemente monótono; ni radicalmente pobre ni apto para desplegar una existencia de altos vuelos. Es, además, un nacimiento al anonimato: acontece en un sitio cualquiera, los coetáneos tienen otras cosas en que ocuparse. Un par de infelices pastores estiman que es un acontecimiento bastante notable; la historia universal ni se entera.
El hecho mismo de nacer habla de estrechez. Nacer significa ser puesto en la existencia sin previa consulta. La conciencia fundamental de ser llamado sin haber sido interpelado, la contingencia auto-consciente, son propiedades de la existencia del espíritu finito. El punto de arranque de nuestra vida que determina esta vida única a una única eternidad, sin posibilidad de evadirnos por entero, lo dispone incontestablemente otro. La aceptación de este principio incontrolable corresponde a la realización básica de la existencia humana y, particularmente, cristiana.
Tampoco la existencia humana del Logos podía correr una suerte diversa de la que corresponde a todo lo creado: está entera y completamente a disposición del Dios Creador. También Jesús tenía que empezar. Por muy grandiosa que imaginemos la gloria de este Niño que se nos ha dado, de hecho su nacimiento debía significar un descenso a la angostura. Naciendo, ha asumido verdadera y auténticamente nuestra historia. Cómo podamos y debamos conciliar esto con los privilegios que la teología justamente le atribuye, es otra cuestión. Lo que aquí tenemos que notar es que vino al mundo como todos nosotros para empezar con algo previo irreversiblemente establecido; en última instancia, la muerte.