(De "Razones para vivir" por José Luis Martín Descalzo)
Hoy (como uno de esos latigazos que te cruzan de pronto la cabeza y te dejan como traumatizado) he sentido, con una especie de vértigo y con algo parecido a la pena, que me dolía el alma al descubrir que hay algo en lo que Dios -con toda su omnipotencia- tiene mucha menos suerte que los humanos: El no puede rezar el «Padre nuestro». Y es que, en rigor, Dios es el único huérfano entre todos los seres que existen. Porque, si a los humanos se nos muere el padre de la tierra, tenemos siempre, como gozosa alternativa, al gran padre que es Él. Pero ¿y Él? ¿A qué padre podría acudir si un día sintiese (si pudiera sentir) tristeza? ¿A quién le reza Dios cuando Lis cosas no le van bien? ¿O todo le va bien? ¿O no le duele la suciedad de este mundo que es suyo? ¿Nunca necesita Dios ser sostenido, como en el Huerto lo precisó su Hijo? ¿Se sostienen entre sí las tres Divinas personas? ¿Es tan potente su alegría interior que todas las penas le rozan sin herirle? Cuando su amor se ve - ¡tantas veces! ¡tantos millones de veces! - defraudado ¿sobre qué hombro llora?
Sé muy bien que todo esto que estoy diciendo es terriblemente humano y, por tanto, falso aplicado a Dios. Pero el Dios-autor de toda ternura ¿nunca sangrará al saberse olvidado o despreciado?
Pensando en todo esto, he sentido que casi se me desbordaba el corazón al encontrar, en un pequeño libro del P. Peñalosa, una idea que jamás se me había ocurrido: ¿Reza Dios? ¿Cómo podría ser el Padre Nuestro de Dios? ¿De qué tipo podría ser la oración con la que Dios contesta cada vez que los ojos de los hombres se alzan al ciclo y ponen en sus labios -millones de veces en el planeta- esas dos palabras milagrosas: Padre Nuestro?
Y pienso -sobre el esquema de mi amigo- que esa oración podría ser algo parecida a ésta:
Hijo mío que estás en la tierra, preocupado, solitario, tentado, yo conozco perfectamente tu nombre y lo pronuncio como santificándolo, porque te amo. No, no estás solo, sino habitado por Mí, y juntos construimos este reino del que tú vas a ser el heredero. Me gusta que hagas mi voluntad porque mí voluntad es que tú seas feliz ya que la gloria de Dios es el hombre viviente. Cuenta siempre conmigo y tendrás el pan para hoy, no te preocupes, sólo te pido que sepas compartirlo con tus hermanos. Sabes que perdono todas tus ofensas antes incluso de que las cometas, por eso te pido que hagas lo mismo con los que a ti te ofenden. Para que nunca caigas en la tentación cógete fuerte de mí mano y yo te libraré del mal, pobre y querido hijo mío».
¿Es así? ¿No es así? ¿Quién puede saber los pensamientos de Dios? Realmente lo único que sabemos de El es lo que El mismo ha querido decimos. Y en la Biblia nos ha explicado de mil maneras que El nos ama mucho más de lo que podamos sospechar; que él quiere a los hombres más que la gallina a sus polluelos; que una madre puede llegar a traicionar a sus hijos, pero que El jamás traicionará ni abandonará a los suyos; que él cuida con amor hasta cada uno de los cabellos de nuestra cabeza.
A veces la gente me pregunta por qué me siento feliz. Y la respuesta es muy simple: Porque me siento querido. Por muchos hombres, pero sobre todo, por El. Porque nunca me he sentido abandonado. Porque experimento su ternura incluso en la oscuridad y en el dolor.
Y, claro, cuando uno se sabe querido ¡qué cuentan ya la oscuridad o los problemas! Este y no otro fue el misterio de la alegría de Jesús: sentía a su Padre en su interior y hasta en la piel de sus dedos; vivía con El y de El respiraban juntos; unidos hacían los milagros; y hasta el abandono en la cruz era una forma -paradójica, misteriosísima- de predilección pues, a través de esa cruz, estaba Jesús siendo lo más importante que sería jamás: Redentor de todos sus hermanos. Hasta ese abandono era fecundidad.
Cuando Jesús enseñó a sus discípulos a rezar el «Padre Nuestro» sabía muy bien lo que estaba diciendo. Estaba abriendo de par en par - ¡nada menos! - el mismo corazón de Dios.