y no has dejado que mis enemigos se rían de mí.
Señor, Dios mío, a ti grité,
y tú me sanaste.
Señor, sacaste mi vida del abismo,
me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa.
Tañed para el Señor, fieles suyos,
dad gracias a su nombre santo;
su cólera dura un instante;
su bondad, de por vida;
al atardecer nos visita el llanto;
por la mañana, el júbilo.
Yo pensaba muy seguro:
«No vacilaré jamás».
Tu bondad, Señor, me aseguraba
el honor y la fuerza;
pero escondiste tu rostro,
y quedé desconcertado.
A ti, Señor, llamé,
supliqué a mi Dios:
«¿Qué ganas con mi muerte,
con que yo baje a la fosa?
¿Te va a dar gracias el polvo,
o va a proclamar tu lealtad?
Escucha, Señor, y ten piedad de mí;
Señor, socórreme».
Cambiaste mi luto en danzas,
me desataste el sayal y me has vestido de fiesta;
te cantará mi alma sin callarse,
Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre.
Catequesis del Papa Juan Pablo II (de la Audiencia General del 12 de mayo de 2004):
El orante eleva a Dios, desde lo más profundo de su corazón, una intensa y ferviente acción de gracias porque lo ha librado del abismo de la muerte. Ese sentimiento resalta con fuerza en el salmo 29, que acaba de resonar no sólo en nuestros oídos, sino también, sin duda, en nuestro corazón.
Este himno de gratitud revela una notable finura literaria y se caracteriza por una serie de contrastes que expresan de modo simbólico la liberación alcanzada gracias al Señor. Así, "sacar la vida del abismo" se opone a "bajar a la fosa"; la "bondad de Dios de por vida" sustituye su "cólera de un instante"; el "júbilo de la mañana" sucede al "llanto del atardecer"; el "luto" se convierte en "danza" y el triste "sayal" se transforma en "vestido de fiesta".
Así pues, una vez que ha pasado la noche de la muerte, clarea el alba del nuevo día. Por eso, la tradición cristiana ha leído este salmo como canto pascual. Lo atestigua la cita inicial, que la edición del texto litúrgico de las Vísperas toma de un gran escritor monástico del siglo IV, Juan Casiano: "Cristo, después de su gloriosa resurrección, da gracias al Padre".
El orante se dirige repetidamente al "Señor" -por lo menos ocho veces- para anunciar que lo ensalzará, para recordar el grito que ha elevado hacia él en el tiempo de la prueba y su intervención liberadora, y para invocar de nuevo su misericordia. En otro lugar, el orante invita a los fieles a cantar himnos al Señor para darle gracias.
Las sensaciones oscilan constantemente entre el recuerdo terrible de la pesadilla vivida y la alegría de la liberación. Ciertamente, el peligro pasado es grave y todavía causa escalofrío; el recuerdo del sufrimiento vivido es aún nítido e intenso; hace muy poco que el llanto se ha enjugado. Pero ya ha despuntado el alba de un nuevo día; en vez de la muerte se ha abierto la perspectiva de la vida que continúa.
De este modo, el Salmo demuestra que nunca debemos dejarnos arrastrar por la oscura tentación de la desesperación, aunque parezca que todo está perdido. Ciertamente, tampoco hemos de caer en la falsa esperanza de salvarnos por nosotros mismos, con nuestros propios recursos. En efecto, al salmista le asalta la tentación de la soberbia y la autosuficiencia: "Yo pensaba muy seguro: 'No vacilaré jamás'".
Los Padres de la Iglesia comentaron también esta tentación que asalta en los tiempos de bienestar y vieron en la prueba una invitación de Dios a la humildad. Por ejemplo, san Fulgencio, obispo de Ruspe (467-532), en su Carta 3, dirigida a la religiosa Proba, comenta el pasaje del Salmo con estas palabras: "El salmista confesaba que a veces se enorgullecía de estar sano, como si fuese una virtud suya, y que en ello había descubierto el peligro de una gravísima enfermedad. En efecto, dice: "Yo pensaba muy seguro: No vacilaré jamás". Y dado que al decir eso había perdido el apoyo de la gracia divina, y, desconcertado, había caído en la enfermedad, prosigue diciendo: "Tu bondad, Señor, me aseguraba el honor y la fuerza; pero escondiste tu rostro, y quedé desconcertado". Asimismo, para mostrar que se debe pedir sin cesar, con humildad, la ayuda de la gracia divina, aunque ya se cuente con ella, añade: "A ti, Señor, llamé; supliqué a mi Dios". Por lo demás, nadie eleva oraciones y hace peticiones sin reconocer que tiene necesidades, y sabe que no puede conservar lo que posee confiando sólo en su propia virtud".
Después de confesar la tentación de soberbia que le asaltó en el tiempo de prosperidad, el salmista recuerda la prueba que sufrió a continuación, diciendo al Señor: "Escondiste tu rostro, y quedé desconcertado".
El orante recuerda entonces de qué manera imploró al Señor: gritó, pidió ayuda, suplicó que le librara de la muerte, aduciendo como razón el hecho de que la muerte no produce ninguna ventaja a Dios, dado que los muertos no pueden ensalzarlo y ya no tienen motivos para proclamar su fidelidad, al haber sido abandonados por él.
Volvemos a encontrar esa misma argumentación en el salmo 87, en el cual el orante, que ve cerca la muerte, pregunta a Dios: "¿Se anuncia en el sepulcro tu misericordia o tu fidelidad en el reino de la muerte?" (Sal 87, 12). De igual modo, el rey Ezequías, gravemente enfermo y luego curado, decía a Dios: "Que el seol no te alaba ni la muerte te glorifica (...). El que vive, el que vive, ese te alaba" (Is 38, 18-19).
Así expresaba el Antiguo Testamento el intenso deseo humano de una victoria de Dios sobre la muerte y refería diversos casos en los que se había obtenido esta victoria: gente que corría peligro de morir de hambre en el desierto, prisioneros que se libraban de la condena a muerte, enfermos curados, marineros salvados del naufragio. Sin embargo, no se trataba de victorias definitivas. Tarde o temprano, la muerte lograba prevalecer.
La aspiración a la victoria, a pesar de todo, se ha mantenido siempre y al final se ha convertido en una esperanza de resurrección. La satisfacción de esta fuerte aspiración ha quedado garantizada plenamente con la resurrección de Cristo, por la cual nunca daremos gracias a Dios suficientemente.