(De "Semillas de contemplación" por Thomas Merton)
La oración y el amor se aprenden en la hora en que la plegaria se ha hecho imposible y tu corazón se ha petrificado.
Si nunca has tenido distracciones no sabrás cómo orar. Pues el secreto de la plegaria es el hambre de Dios y de la visión de Dios, una avidez de mucha más hondura que el nivel del lenguaje o el afecto. Y un hombre cuya memoria e imaginación lo persiguen con una multitud de inútiles y aun malos pensamientos e imágenes puede a veces verse forzado a orar mucho mejor, en lo hondo de su asesinado corazón, que otro en cuya mente flotan claros conceptos, brillantes propósitos y fáciles actos de amor.
Por esto es inútil que te inquietes cuando no puedes desembarazarte de las distracciones. En primer lugar, debes darte cuenta de que con frecuencia son inevitables en una vida de oración. La necesidad de arrodillarse y ser sumergido por una marca de locas y vanas imágenes es una de las pruebas típicas de la vida contemplativa. Si crees que estás obligado a rechazar esas cosas mediante un libro, agarrándote a sus frases como se aferra el náufrago a una tabla tienes el privilegio de hacerlo; pero si permites que tu oración degenere en un período de simple lectura espiritual, pierdes gran parte del fruto. Te aprovecharía más el resistir pacientemente a las distracciones y aprender algo de tu propio desamparo e incapacidad. Y si tu libro llega a ser meramente un anestésico, lejos de ayudar a tu meditación, probablemente la echó a perder.
Uno de los motivos de tus distracciones es éste: la mente, memoria e imaginación sólo trabajan, en la meditación, para conducir tu voluntad a la presencia de su objeto, que es Dios. Cuando has practicado la meditación por unos años, es la cosa más espontánea del mundo el que la voluntad se acomode a su ocupación de amar a Dios en la oscuridad y sin palabras tan pronto como te dispones a la oración. En
consecuencia la mente, memoria e imaginación no tienen realmente que hacer nada. La voluntad está atareada, y ellas están sin empleo. Al cabo de un rato, pues, se abren las puertas de tu subconsciente, y toda suerte de curiosas figuras entran en escena como bailando un vals... Si eres avisado, no prestarás ninguna atención a esas cosas; permanece en tu simple atención a Dios y mantén tu voluntad sosegadamente dirigida a Él en simple deseo, mientras las sombras intermitentes de la enojosa película se mueven sobre el remoto fondo. Si te percatas de ellas, es sólo para advertir que las
rechazas.
La clase de distracciones que más temen las personas santas son generalmente las más inofensivas. Pero a veces hombres y mujeres piadosos se torturan en la meditación porque se imaginan que están “consintiendo” en los fantasmas de una farsa lúbrica y algo idiota que se está fabricando en su imaginación sin que ellos puedan hacer nada por terminarla. La principal razón de su tormento es que sus inútiles esfuerzos por poner fin a ese desfile de imágenes engendra una tensión nerviosa que sólo sirve para hacerlo todo cien veces peor.
Si alguna vez poseyeron el sentido del humor, se han puesto ya tan nerviosos que lo han perdido del todo. Sin embargo, el humor es probablemente una de las cosas que más podrían ayudar en tal ocasión.
No hay peligro real en estas cosas. Las distracciones que perjudican son las que apartan nuestra voluntad de su profunda y sosegada ocupación con Dios y la envuelven en la elaboración de proyectos que nos han preocupado durante nuestra tarea del día. Se nos presentan problemas que realmente atraen y ocupan nuestra voluntad, y existe considerable peligro de que nuestra meditación se desmenuce en un trabajo mental de escritura de cartas, sermones, discursos, libros o, peor aun, consideración de planes para obtener dinero o cuidar de nuestra salud.
Será difícil para cualquiera que deba realizar una tarea pesada el desembarazarse de esas cosas. Le recordarán siempre lo que es, y deberían advertirle que no se deje envolver demasiado en una obra activa, porque es inútil que intentes desembarazar tu mente de todas las cosas materiales en el momento de la meditación, si no haces nada por aliviar la presión del trabajo fuera de ese tiempo.
Pero, en todo eso, la esencia de la oración es la voluntad de orar, y lo que importa es el deseo de hallar a Dios y verlo y amarlo. Si has deseado conocerlo y amarlo, has hecho ya lo que se esperaba de ti, y es mucho mejor desear a Dios sin poder pensar claramente acerca de Él sin desear entrar en unión con Su voluntad.