(De la Audiencia General del Papa Francisco del 15 de noviembre de 2017)
Continuamos con las catequesis sobre la santa misa. Para comprender la belleza de la celebración eucarística deseo empezar con un aspecto muy sencillo: la misa es oración, es más, es la oración por excelencia, la más alta, la más sublime, y el mismo tiempo la más «concreta». De hecho es el encuentro de amor con Dios mediante su Palabra y el Cuerpo y Sangre de Jesús. Es un encuentro con el Señor.
Pero primero debemos responder a una pregunta. ¿Qué es realmente la oración? Esta es sobre todo diálogo, relación personal con Dios. Y el hombre ha sido creado como ser en relación personal con Dios que encuentra su plena realización solamente en el encuentro con su creador. El camino de la vida es hacia el encuentro definitivo con Dios. El libro del Génesis afirma que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, el cual es Padre e Hijo y Espíritu Santo, una relación perfecta de amor que es unidad. De esto podemos comprender que todos nosotros hemos sido creados para entrar en una relación perfecta de amor, en un continuo donarnos y recibirnos para poder encontrar así la plenitud de nuestro ser.
Cuando Moisés, frente a la zarza ardiente, recibe la llamada de Dios, le pregunta cuál es su nombre. ¿Y qué responde Dios? «Yo soy el que soy» (Éxodo 3,14). Esta expresión, en su sentido original, expresa presencia y favor, y de hecho a continuación Dios añade: «Yahveh, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (v. 15). Así también Cristo, cuando llama a sus discípulos, les llama para que estén con Él. Esta por tanto es la gracia más grande: poder experimentar que la misa, la eucaristía, es el momento privilegiado de estar con Jesús, y, a través de Él, con Dios y con los hermanos.
Rezar, como todo verdadero diálogo, es también saber permanecer en silencio —en los diálogos hay momentos de silencio—, en silencio junto a Jesús. Y cuando nosotros vamos a misa, quizá llegamos cinco minutos antes y empezamos a hablar con este que está a nuestro lado. Pero no es el momento de hablar: es el momento del silencio para prepararnos al diálogo. Es el momento de recogerse en el corazón para prepararse al encuentro con Jesús. ¡El silencio es muy importante! Recordad lo que dije la semana pasada: no vamos a un espectáculo, vamos al encuentro con el Señor y el silencio nos prepara y nos acompaña. Permaneced en silencio junto a Jesús. Y del misterioso silencio de Dios brota su Palabra que resuena en nuestro corazón. Jesús mismo nos enseña cómo es realmente posible «estar» con el Padre y nos lo demuestra con su oración. Los Evangelios nos muestran a Jesús que se retira en lugares apartados a rezar; los discípulos, viendo esta íntima relación con el Padre, sienten el deseo de poder participar, y le preguntan: «Señor, enséñanos a orar» (Lucas 11,1). Hemos escuchado en la primera lectura, al principio de la audiencia. Jesús responde que la primera cosa necesaria para rezar es saber decir «Padre». Estemos atentos: si yo no soy capaz de decir «Padre» a Dios, no soy capaz de rezar. Tenemos que aprender a decir «Padre», es decir ponerse en la presencia con confianza filial. Pero para poder aprender, es necesario reconocer humildemente que necesitamos ser instruidos, y decir con sencillez: Señor, enséñame a rezar.
Este es el primer punto: ser humildes, reconocerse hijos, descansar en el Padre, fiarse de Él. Para entrar en el Reino de los cielos es necesario hacerse pequeños como niños. En el sentido de que los niños saben fiarse, saben que alguien se preocupará por ellos, de lo que comerán, de lo que se pondrán, etc. Esta es la primera actitud: confianza y confidencia, como el niño hacia los padres; saber que Dios se acuerda de ti, cuida de ti, de ti, de mí, de todos.
La segunda predisposición, también propia de los niños, es dejarse sorprender. El niño hace siempre miles de preguntas porque desea descubrir el mundo; y se maravilla incluso de cosas pequeñas porque todo es nuevo para él. Para entrar en el Reino de los cielos es necesario dejarse maravillar. En nuestra relación con el Señor, en la oración —pregunto— ¿nos dejamos maravillar o pensamos que la oración es hablar a Dios como hacen los loros? No, es fiarse y abrir el corazón para dejarse maravillar. ¿Nos dejamos sorprender por Dios que es siempre el Dios de las sorpresas? Porque el encuentro con el Señor es siempre un encuentro vivo, no es un encuentro de museo. Es un encuentro vivo y nosotros vamos a la misa no a un museo. Vamos a un encuentro vivo con el Señor.
En el Evangelio se habla de un cierto Nicodemo (Juan 3,1-21), un hombre anciano, una autoridad en Israel, que va donde Jesús para conocerlo; y el Señor nos habla de la necesidad de «renacer de lo alto». ¿Pero qué significa? ¿Se puede «renacer»? ¿Volver a tener el gusto, la alegría, la maravilla de la vida, es posible, también delante de tantas tragedias? Esta es una pregunta fundamental de nuestra fe y este es el deseo de todo verdadero creyente: el deseo de renacer, la alegría de recomenzar. ¿Nosotros tenemos este deseo? ¿Cada uno de nosotros quiere renacer siempre para encontrar al Señor? ¿Tenéis este deseo vosotros? De hecho se puede perder fácilmente porque, a causa de tantas actividad, de tantos proyectos que realizar, al final nos queda poco tiempo y perdemos de vista lo que es fundamental: nuestra vida del corazón, nuestra vida espiritual, nuestra vida que es encuentro con el Señor en la oración.
En verdad, el Señor nos sorprende mostrándonos que Él nos ama también en nuestras debilidades. Jesucristo es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero (1 Juan 2,2). Este don, fuente de verdadera consolación —pero el Señor nos perdona siempre— esto, consuela, es una verdadera consolación, es un don que se nos ha dado a través de la Eucaristía, ese banquete nupcial en el que el Esposo encuentra nuestra fragilidad. ¿Puedo decir que cuando hago la comunión en la misa, el Señor encuentra mi fragilidad? ¡Sí! ¡Podemos decirlo porque esto es verdad! El Señor encuentra nuestra fragilidad para llevarnos de nuevo a nuestra primera llamada: esa de ser imagen y semejanza de Dios. Este es el ambiente de la eucaristía, esto es la oración.