(De "En la Escuela del Espíritu Santo" por Jacques Philippe)
El Espíritu de Dios es un espíritu de paz, habla y actúa en la paz, nunca en la inquietud y en la agitación. Además, las mociones del Espíritu son toques delicados, que no se manifiestan en el estrépito, y sólo pueden emerger en nuestra consciencia espiritual si existe en ella una zona de calma, de serenidad y de paz. Si nuestro interior es siempre ruidoso y agitado, la dulce voz del Espíritu Santo tendrá muchas dificultades para hacerse oír.
Esto significa que, si queremos percibir las mociones del Espíritu Santo y obedecerlas, adquiere la mayor importancia el hecho de tratar de mantener nuestro corazón en paz en toda ocasión.
Esto no es fácil, pero a fuerza de luchar por adquirir la esperanza en Dios, el abandono, la humildad y la aceptación de nuestras miserias gracias a una confianza inconmovible en la misericordia divina, llegaremos a ello paso a paso. No queremos insistir aquí en este tema, pues ya lo hemos tratado en otro libro (La paz interior, Jacques Philippe.)
Pero es importante subrayarlo, porque si no tratamos de «vivir la paz» en todas las circunstancias que nos hacen perderla (y son numerosas), difícilmente seremos capaces de escuchar la voz del Espíritu Santo cuando quiera hablar a nuestro corazón: se lo impedirá la agitación que permitimos que reine en él. Como ya explicamos en la obra citada, cuando atravesamos por momentos difíciles, es muy beneficioso el esfuerzo que hacemos por permanecer en paz en toda ocasión. Justamente el hecho de mantener esa paz, nos dará el máximo de oportunidades para reaccionar ante esa situación, no de un modo humano, inquieto y precipitado (que nos puede llevar al desastre), sino prestando atención a lo que el Espíritu Santo pueda sugerirnos, lo que, bien entendido, será muy provechoso. Pongamos, pues, en práctica estas palabras de san Juan de la Cruz:
«Procure conservar el corazón en paz; no le desasosiegue ningún suceso deste mundo. Aunque todo se derrumbe aquí abajo y todos los acontecimientos nos sean adversos, sería inútil que nos turbásemos, pues esa turbación nos aportaría más perjuicio que provecho».
Y el mayor de estos perjuicios será el de hacernos incapaces de obedecer a los impulsos del Espíritu Santo.
Esto va unido a la práctica del silencio. Un silencio que no es un vacío, sino que es paz, atención a la presencia de Dios y a la presencia del otro, espera confiada y esperanza en Dios. Evidentemente, el exceso de ruido -no en sentido físico, sino en el de ese torbellino incesante de pensamientos, de imaginaciones, de palabras oídas o dichas en las que nos solemos dejar atrapar, y que no hacen más que alimentar nuestras preocupaciones, nuestros temores, nuestras insatisfacciones, etc.- deja al Espíritu Santo muy pocas posibilidades de poder expresarse. El silencio no es un «vacío», sino una actitud general de interioridad que permite preservar en nuestro corazón una «celda interior» (en palabras de santa Catalina de Siena) en la que estamos en presencia de Dios y conversamos con Él. El silencio es todo lo contrario de la dispersión del alma hacia fuera, de la curiosidad, de la charlatanería, etc.: es la capacidad de entrar de un modo natural en nuestro interior imantados por la presencia de Dios que nos habita.