(Palabras de San Juan XXIII, Papa, en la Encíclica Ad Petri Cathedram)
A la misma concordia a que hemos invitado a los pueblos, a sus gobernantes y a las clases sociales, invitamos también con ahínco y afecto paterno a todas las familias para que la consigan y la consoliden. Pues si no hay paz, unidad y concordia en la familia, ¿cómo se podrá obtener en la sociedad civil? Esta ordenada y armónica unidad que debe reinar siempre dentro de las paredes del hogar nace del vínculo indisoluble y de la santidad propia del matrimonio cristiano y contribuye en gran parte al orden, al progreso y al bienestar de toda la sociedad civil. El padre sea entre los suyos como el representante de Dios e ilumine y preceda a los demás no sólo con su autoridad, sino con el ejemplo de su vida íntegra. La madre, con su delicadeza y su virtud en el hogar doméstico, guíe a sus hijos con suavidad y fortaleza; sea buena y afectuosa con el marido y con él instruya y eduque a sus hijos —don preciosísimo de Dios— para una vida honrada y religiosa. Los hijos obedezcan siempre, como es su deber, a sus padres, ámenlos y sean no sólo su consuelo, sino, en casó de necesidad, también su ayuda. Respírese en el hogar doméstico aquella caridad que ardía en la familia de Nazaret; florezcan todas las virtudes cristianas; reine la unión y resplandezcan los ejemplos de una vida honesta. Que nunca jamás —a Dios se lo pedimos ardientemente— se rompa tan bella, suave y necesaria concordia. Porque si la institución de la familia cristiana vacila, si se rechazan o desprecian los mandamientos del Divino Redentor en este punto, entonces se bambolean los mismos fundamentos del Estado y la misma convivencia civil se corrompe, produciéndose una general crisis con daños y pérdidas para todos los ciudadanos.