(De "Oraciones de vida" por Karl Rahner)
¡Virgen santa, verdadera madre del Verbo eterno que ha venido a nuestra carne y a nuestro destino; mujer que has concebido en la fe y en tu seno bendito la salvación de todos nosotros; madre, pues, de todos los redimidos, siempre viviente en la vida de Dios, cercana a nosotros, pues los unidos a Dios son los que nos están más próximos!
Con agradecimiento de redimidos alabamos la eterna misericordia de Dios que te ha redimido. Cuando comenzaste a existir ya te había prevenido la gracia santificante, y esa gracia que no tuvo en ti que arrepentirse ya no te ha dejado de su mano. Tú has seguido el camino de todos los hijos de esta tierra, los estrechos senderos que parecen serpentear sin sentido fijo a través del tiempo, caminos de vulgaridad y de dolores hasta la muerte. Pero caminos de Dios, senderos de la fe y del incondicional «hágase en mí según tu palabra».
Y en un momento que ya no se borrará de la historia, sino que permanece por toda la eternidad, tu palabra fue la palabra de la humanidad y tu sí se convirtió en el amén de toda la creación al sí decidido de Dios, y tú concebiste en la fe y en tu seno al que es al mismo tiempo Dios y hombre, creador y criatura, felicidad inmutable y que no conoce cambio y destino amargo, consagrado a la muerte, destino de esta tierra, Jesucristo, nuestro Señor.
Por nuestra salvación has dicho el sí; por nosotros has pronunciado tu «hágase»: como mujer de-nuestra raza has acogido para nosotros y cobijado en tu seno y en tu amor a aquel en cuyo solo nombre hay salvación en el cielo y en la tierra. Tu sí ha permanecido siempre y ya nunca ha vuelto atrás. Ni aun cuando se hizo patente en la historia de la vida y de la muerte de tu Hijo quién era en realidad aquel a quien tú habías concebido; el cordero de Dios, que tomó sobre sí los pecados del mundo; el hijo del hombre, a quien el odio contra Dios de nuestra generación pecadora clavó en la cruz y, siendo luz del mundo, arrojó a las tinieblas de la muerte, que era nuestro propio y merecido destino.
De ti, Virgen santa, que como segunda Eva y madre de los vivientes estabas de pie bajo la cruz del Salvador —árbol verdadero del conocimiento del bien y del mal, verdadero árbol de vida—, se mantenía en pie la humanidad redimida, la Iglesia, bajo la cruz del mundo y allí concebía el fruto de la redención y de la salvación eterna.
He aquí reunida, Virgen y Madre, esta comunidad de redimidos y bautizados; aquí precisamente, en esta comunidad, en donde se hace visible y palpable la comunidad de todos los santos, imploramos tu intercesión. Pues la comunión de los santos comprende a los de la tierra y a los del cielo, y en ella nadie vive sólo para sí. Ni siquiera tú. Por eso ruegas por todos los que en esta comunión están unidos a ti como hermanos y hermanas en la redención. Y por eso mismo confiamos e imploramos tu poderosa intercesión, que no niegas ni aun a los que no te conocen.
Pide para nosotros la gracia de ser verdaderamente cristianos: redimidos y bautizados, sumergidos cada vez más en la vida y en la muerte de nuestro Señor, viviendo en la Iglesia y en su Espíritu, adoradores de Dios en espíritu y en verdad, testigos de la salvación por toda nuestra vida y en todas las situaciones, hombres que pura y disciplinadamente, y buscando sinceramente la verdad en todo, configuran su vida con valentía y humildad, vida que es una vocación santa, una llamada santa de Dios. Pide que seamos hijos de Dios que, según la palabra del apóstol, han de lucir como estrellas en el seno de una generación corrompida y depravada (Filip 2,15) alegres y confiados, edificando sobre el Señor de todos los tiempos, hoy y para siempre.
Nos consagramos a ti, santa Virgen y Madre, porque ya te estamos consagrados. Como no estamos solamente fundamentados sobre la piedra angular, Jesucristo, sino también sobre los apóstoles y profetas, así también nuestras vidas y nuestra salvación dependen permanentemente de tu sí, de tu fe y del fruto de tus entrañas. Así pues, al decir que queremos consagrarnos a ti, no hacemos más que reconocer nuestra voluntad de ser lo que ya somos, nuestra voluntad de acoger en espíritu, de corazón y de hecho, en toda la realidad de! hombre interior y exterior, io que ya somos. Con una consagración semejante intentamos sólo acercarnos en la historia de nuestra vida a la historia de la salvación que Dios ha efectuado y en la que ya ha dispuesto de nosotros. Nos llegamos a ti porque en ti sucedió nuestra salvación y tú la concebiste.
Ya que te estamos consagrados y nos consagramos a ti, muéstranos a aquel que ha sido consagrado en tu gracia, Jesús, el hendido fruto de tus entrañas; muéstranos a Jesús, el señor y salvador, la luz de la verdad y advenimiento de Dios a nuestro tiempo; muéstranos a Jesús, que ha padecido verdaderamente y verdaderamente ha resucitado, hijo del Padre e hijo de la tierra, porque es tu hijo; muéstranos a aquel en quien realmente somos liberados de las fuerzas y potencias que todavía vagan bajo el cielo, liberados aun cuando el hombre de la tierra les permanezca sumiso; muéstranos a Jesús ayer, hoy y por la eternidad. Dios te salve, María, llena eres de gracia... Amén.