¿Sabéis que es una de las confesiones más características de nuestra, fe? El que se santigua pregona abiertamente a los ojos del mundo entero: Soy discípulo de Cristo crucificado.
Ojalá todos los católicos se santiguasen siempre, de un modo consciente, con dignidad, siendo conscientes de lo que este gesto significa. El santiguarse ha de ser siempre una profesión de fe consciente y deliberada.
Si recordamos la época primitiva del Cristianismo, vemos que la señal de la cruz ha sido siempre la señal de victoria de los confesores. ¿Cómo iban a morir los mártires? Con el nombre de Cristo en los labios y con la cruz trazada sobre la frente.
Y, en verdad, no podemos imaginar una confesión más sencilla, más comprensible, más significativa de nuestra fe católica que la señal de la cruz. Los dos dogmas fundamentales de nuestra fe hablan en ella. El que se santigua pregona su creencia en la Santísima Trinidad y en la dignidad de Jesucristo como Redentor y como Hijo de Dios.
Oigamos a Tertuliano, escritor cristiano del siglo II, como nos relata la costumbre tan generalizada que tenían los fieles de santiguarse. «Al empezar algún trabajo o al acabarlo, al regresar a casa o al marcharse, al vestirnos o calzarnos, al comer, al encender las luces o al acostarnos, o al sentarnos o al hacer cualquier otra cosa, trazamos en nuestra frente la señal de la cruz.» ¡Y esto fue escrito en el siglo II!
Con santo orgullo dice a la vez San Juan Crisóstomo: «A manera de corona llevamos la cruz de Cristo. Porque todo cuanto va encaminado a nuestra salvación lo recibimos de ella; al renacer (en el bautismo), allí está la cruz; cuando nos alimentamos con el manjar sagrado (en la comunión), cuando recibimos el óleo santo (en la confirmación), por todas partes y siempre está a nuestro lado esta señal de victoria; por esto colocamos la cruz con tanto fervor en nuestros aposentos, en las paredes, en las ventanas, en la frente y también en nuestro corazón». ¡Esto fue escrito en el siglo IV!
Al santiguarnos, no sólo confesamos nuestra fe, sino que confortamos también nuestras almas doloridas. Muchas desgracias nos azotaron, pero todas juntas no son tan pesadas como lo fue la cruz del Señor. Los hombres son malos para con nosotros, pero no hemos de sufrir tanto de ellos como sufrió el Salvador, que «pasó haciendo el bien» a todos, y, no obstante, su bondad fue pagada con ingratitudes.
¿Hemos de sonrojamos por la cruz? Todo lo contrario. Tenemos que gloriarnos en ella. «En cuanto a mí, líbreme Dios de gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Ga 6,14). La cruz conquistó el mundo para la cultura, la cruz hizo huir las atrocidades del paganismo, la cruz brilla en la corona de los reyes, la cruz se alzará hacia el cielo sobre mi tumba... ¡Que sea la cruz la prenda de mi eterna felicidad!
Hemos de confesar valerosos nuestra fe, y con ello ya la habremos robustecido, la habremos cuidado. Pero, además, hemos de practicar nuestra fe diaria y metódicamente, y de esta suerte robustecerla y cuidarla con solicitud peculiar.