(De "Verdad y Orden. Homilías universitarias" del padre Romano Guardini, académico, sacerdote y teólogo italiano (1885-1968))
Tenía que someterse a una prueba esa situación de armonía concedida por la gracia, en que estaba el primer hombre respecto a Dios, y en que, por Dios, vivía consigo mismo y con todas las cosas. Debía hacerse evidente que el hombre tenía la seriedad de la decisión auténtica al querer aquello que sostenía toda su situación: la obediencia de la criatura respecto al Creador, y con ella, la verdad del ser. Esta decisión se expresa en la Escritura con una imagen: el hombre debía reconocer como prohibido un árbol en medio de la abundancia de tantos árboles, ricos en fruto. De todos podía comer; de ése, no. Y no porque la prohibición del fruto se expresara simbólicamente una crisis esencial del conjunto de la vida, sino porque ahí se yergue la grandeza de Dios, requiriendo obediencia.
"Pero la serpiente era el más astuto animal del campo que Dios había hecho. Dijo a la mujer: Entonces, ¿Dios ha dicho: No podéis comer de ningún árbol del jardín? La mujer dijo a la serpiente: Podemos comer de los frutos de los árboles del jardín: solamente, de los frutos del árbol que está en medio del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, ni los toquéis, porque si no, moriréis. La serpiente dijo a la mujer: ¡De ningún modo moriréis! Pero Dios sabe que en cuanto comáis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal. Entonces vio la mujer que el árbol era bueno para comer de él, hermoso de ver, y deseable para adquirir entendimiento. Tomó de su fruto, comió y dio a su marido, que estaba con ella, y que también comió. Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos" (Gen 3, 1-7).
Un texto abismal. ¿Qué se dice en él?
Ante todo: El mal no estaba en la primera naturaleza del hombre, ni él lo trajo por su propia iniciativa al mundo, sino que le salió al paso. Su origen tiene la forma de una tentación por voluntad ajena, y el pecado consistió en que el hombre cedió a esa voluntad. Por tanto, hay ahí alguien que odia a Dios y su orden, y que quiere incluir al hombre en ese odio.
La naturaleza humana no era originalmente como la conocemos ahora, con tendencias buenas y malas, con potencias ordenadoras y desordenadoras, de las cuales estas últimas se hubieran despertado en alguna ocasión. Ni mucho menos ocurre, como dice una interpretación cínica, en el fondo estúpida, que los hombres se aburrieran en el Paraíso, y eso les hubiera llevado a que sólo el mal es interesante. No se habla de esto ni de nada semejante, sino que la Revelación dice que la historia del bien y del mal se retrotrae hasta el reino del puro espíritu, y que allí tuvo lugar la primera alternativa.
Lo que esto significa, se hace visible sólo en el curso de la Revelación, y alcanza su plena claridad en la tentación de Cristo. Ahí se nos dice que hay un ser que quiere arrancar de Dios al hombre, y mediante éste, al mundo: Satán, él y los suyos. Este no significa, como tantas veces se entiende, el principio del mal. No hay tal principio del mal. No lograrán ustedes, amigos míos, pensar semejante principio. Afirmarlo constituye la misma insensatez que afirmar un principio de la falsedad. El gnosticismo pensó así, y declaró que el mal era uno de los dos elementos básicos de la existencia: muchos lo han repetido, pensando expresar una profunda sabiduría. Pero lo único que existe es el principio del bien y de la verdad, y éste es Dios. Sin embargo, la libertad puede ponerse contra él, en negación y desobediencia, y eso es el mal. Así, no hay ningún ser que sea malo por naturaleza, sino que sólo hay seres que se han rebelado contra Dios; cuya decisión les ha penetrado hasta la médula, y ahora Le odian.
Esto lo manifestó Cristo. Por eso hemos de saber que tenemos enemigos que quieren nuestra perdición, Satán y los suyos. Siempre ha estado en actuación. El fue quien tentó a los primeros hombres.
No se dice su nombre, sino que, una vez más, aparece una imagen, la de la serpiente.
En sí, este animal es como los demás, y en cuanto tal, tan escasamente malo como un águila o un león. Lo que da pie a esta imagen es la impresión que produce la serpiente: se mueve sin ruido, se desliza al avanzar, como escapando, es muda y fría, y su mordedura envenena. Todo ello se condensa en la expresión: "astuta". Por eso puede servir de imagen para Satán, que se acerca, en frío y pérfido, al hombre, para destruirle su vida.
Dice: "Entonces, ¿Dios ha dicho: No podéis comer de ningún árbol del jardín?" Ya observan ustedes que la primera frase crea en seguida una atmósfera de ambigüedad. No dice: Dios ha dicho... a lo cual correspondiera la clara respuesta: es cierto. Sino: ¿es cierto lo que se oye decir? Una penumbra, pues, en que no se separan limpiamente y con claridad el sí y el no, el bien y el mal. ¿Cuál hubiera sido la respuesta adecuada? No dar ninguna en absoluto. Pues la mujer, al ser interpelada, sabe en la claridad de su ánimo: lo que ahí alienta, no es bueno: ahí dentro no está Dios. Por eso debió rehusar todo diálogo. En vez de eso, contesta, y así ya se entregó. Cierto es que todavía dice, defendiendo: "Podemos comer de los frutos de los árboles del jardín." Pero ¿qué necesidad tiene de defender a Dios? ¿Por qué tiene que dar cuentas a ese ser malo sobre la acción de Dios? Esto ya es traición a la sagrada confianza que ha puesto en el hombre el magnánimo amor de Dios.
Luego dice: "Solamente, de los frutos del árbol que está en medio del jardín ha dicho Dios: No comáis de ellos, ni los toquéis, porque si no, moriréis". ¡Pero Dios no ha dicho eso! Defiende a Dios con una exageración. ¿Y quién exagera? El que ya está inseguro. Intenta remachar la validez de lo que ya no está muy sólido para él.
Entonces sabe la serpiente que ha llevado la intranquilidad al ánimo de la mujer, y que es hora del ataque descubierto.
"La serpiente dijo a la mujer: ¡De ningún modo moriréis! Pero Dios sabe que en cuanto comáis de ellos, se os abrirán los ojos, y seréis como Dios, conociendo el bien y el mal". El ataque se dirige contra la mente e intención de Dios. El Tentador se presenta como si estuviera bien informado. Su mirada penetra más allá de todo el orden de las cosas —hoy se diría más allá del engaño de los curas, más allá de las maniobras de los capitalistas—. Sabe cómo están las cosas en realidad, y se lo explica a los hombres. ¿Qué significa esto? Prescindamos por ahora de la deformación de toda verdad, que aquí tiene lugar, y preguntemos: ¿Cuándo se habla entonces adecuadamente de Dios? En tanto se está vivamente en la relación que fundamenta toda nuestra existencia: Tú, Creador y Señor; yo, hombre, Tu criatura. Sobre El no se puede hablar con objetividad imparcial, sino sólo con fe y con obediencia radical. Aquí se incita al hombre a salir de esa obediencia, poniéndose en un punto de vista de presunta crítica independiente, desde el cual juzgará autónomamente sobre Dios y la existencia: en sentido filosófico, sociológico, histórico o como se quiera. Entonces decidirá si Dios actúa correctamente, si tiene intención justa, incluso si es en absoluto Dios.
Y luego sigue diciendo el Tentador: ¿Sabéis también por qué Dios os prohíbe el fruto? Porque tiene miedo... Pero ¿cómo? Satán falsea la verdadera imagen del Dios vivo transformándolo en el Dios mitológico. El Dios mitológico, en efecto, es un ser cuya soberanía depende de circunstancias, y una de ellas es el saber mágico sobre los misterios de la existencia. Este saber confiere poder: mientras que lo tiene él sólo, está seguro de su soberanía. Pero si otros seres obtienen ese saber, se pone en peligro su poder, y el dios de la hora actual del mundo será destronado por el de la próxima... Tal es el núcleo de lo que dice Satán. Convierte al Dios puro, grande, no necesitado de nada, eterno, en un numen que depende de las condiciones del mundo, y da al hombre la idea de que puede destruir esas condiciones y ponerse en el lugar de Dios.
La tentación debió ser terrible, pues tocó el sentido vital de los primeros hombres. Estos no eran unos niños, sino seres que resplandecían con la plenitud de pura fuerza, tal como había surgido del poder creador de Dios. Ellos percibían esa fuerza: y entonces dice la tentación: El poder vital que sentís, puede hacerse mucho mayor todavía. Puede abarcar el mundo, puede mandar sobre el Universo. Podéis llegar a ser sus soberanos, tal como ahora es Dios su soberano. Con eso el Tentador destruye la relación humana de semejanza a Dios, en que descansa la verdad del hombre; la destruye con la mentira de la igualdad; más aún, de la superioridad.
Estos influjos los recibe la mujer al escuchar, y de repente el árbol, que hasta un momento antes estaba en la inaccesibilidad de la prohibición sagrada, se vuelve seductor, incitante, prometedor: "Entonces vio la mujer que el árbol era bueno para comer de él, hermoso de ver y deseable para adquirir entendimiento. Tomó de su fruto, comió y dio a su mando, que estaba con ella, y que también comió".
La tentación empezó por atacar a la mujer, porque el sentido unitivo de su naturaleza la hace más susceptible para que se le borren las distinciones. Desde ella, el efecto pasa al hombre. El pudo haberle puesto término, pero también sucumbió.
Y se cambia todo: "Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos". Ya antes se había dicho: "Los dos estaban desnudos, pero no sentían vergüenza." Era otra desnudez: la del puro estar abiertos. Lo que eran, podían verlo todos, pues todo estaba puro. La pureza surge en el espíritu: si éste está claro, lo está también el cuerpo. Ahora ha tenido lugar la caída en el espíritu. La rebeldía ha puesto al hombre en contradicción con Dios, y por tanto, también consigo mismo. Esto le desordena también el instinto y los sentidos, y se avergüenza. Se siente asaltado por los poderes de la destrucción, y trata de defenderse con la cubierta del vestido.
Amigos míos, lean con cuidado este breve relato: verán qué conocimiento del hombre se expresa en él Será para ustedes como 'un espejo, en que no sólo se ve reflejado un suceso que ocurrió antaño, al principio de la historia misma, sino que sentirán: En esa historia he estado yo mismo.