(Del documento "La Eucaristía en el ordenamiento jurídico de la Iglesia" del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos, emitido en fecha 12 de noviembre de 2005)
Exclusión de la Comunión por razón de edad o de enfermedad
Es sabido que para ser administrada la primera Comunión a los niños se requiere dos condiciones: que tengan «suficiente conocimiento» y que hayan recibido una «preparación cuidadosa». No establece esta norma una edad determinada, pero se tiene ordinariamente en cuenta que el menor «cumplidos los siete años, se presume que tiene uso de razón». Así lo recuerda el «Directorio Catequético General», que determina también cómo ha de formarse la conciencia de los niños para que «que entiendan el misterio de Cristo en la medida de su capacidad, y puedan recibir el Cuerpo del Señor con fe y devoción», salva la norma de que, en peligro de muerte basta que el niño sea capaz «de distinguir el Cuerpo de Cristo del alimento común y de recibir la comunión con reverencia».
Personalmente pienso que este mismo criterio, en cuanto al «uso de razón» y «suficiente conocimiento» de la Eucaristía, es aplicable en el caso de la administración del Pan de vida a los deficientes y subnormales de cualquier edad. No hay que olvidar que la persona subnormal o minusválida es un sujeto plenamente humano, con los correlativos derechos innatos, sacros e inviolables, cuyo ejercicio se debe favorecer, tanto en la sociedad civil como en la Iglesia, en la medida de sus posibilidades.
El uso de razón es un elemento esencial de la capacidad jurídica. Y puesto que el Derecho canónico exige un «suficiente uso de razón» para la obligación de obedecer a las leyes eclesiásticas, es lógico que también para el ejercicio de los derechos, y concretamente del derecho a la sagrada Eucaristía, basta que el bautizado deficiente o subnormal tenga un uso de razón que aún siendo ciertamente «limitado» pueda considerarse «suficiente».
Es diverso el caso de los enfermos mentales privados habitualmente del uso de razón, de los que se ocupa el can. 99. Estas personas, que carecen por completo de lucidez mental, se equiparan a los infantes, están sometidas a tutela y son exentos de las leyes meramente eclesiásticas, incluso en eventuales momentos o intervalos de lucidez. Sin embargo –aun estando exentos de la obligación de recibir el sacramento– pienso que, en atención al particular amor de Cristo por los enfermos, si tuvieran momentos de lucidez mental y el mínimo conocimiento requerido para los niños en peligro de muerte, se les podría conceder que recibieran también ellos el Pan de vida eterna.
Denegación de la sagrada Eucaristía
Son ciertamente los diversos supuestos contenidos en esta ley prohibitiva los que han provocado más enfrentamientos doctrinales –teológicos y canónicos– tensiones pastorales y, consiguientemente, intervenciones aclaratorias y puntualizaciones de la Santa Sede. Me referiré sobre todo a éstas, sin hacer referencia explícita a las opiniones de autores privados que las motivaron.
Como es bien sabido, el can. 915 establece que: «No deben ser admitidos a la sagrada comunión los excomulgados y los que están en entredicho después de la imposición o declaración de la pena, y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave».
Estando los excomulgados y los sancionados con interdicto en situación, respectivamente, de ruptura o de grave lesión de la comunión eclesiástica, es obvio que no puedan ser admitidos a la Eucaristía, Sacramento que presupone, consolida y expresa en grado eminente los vínculos de comunión: «sea en la dimensión invisible que, en Cristo y por la acción del Espíritu Santo, nos une al Padre y entre nosotros, sea en la dimensión visible, que implica la comunión en la doctrina de los Apóstoles, en los Sacramentos y en el orden jerárquico».
Para evitar el peligro de difamación, si se negara públicamente la comunión cuando estas censuras aún no son conocidas en el fuero externo, el canon precisa delicadamente que se ha de tratar de penas ya impuestas, en el caso de la excomunión o del entredicho «ferendae sententiae», o bien, si se trata de penas «latae sententiae», después de que la pena haya sido declarada.
En todo caso, el que cese o no la denegación de recibir la Eucaristía depende del mismo fiel, puesto que la pena ha de ser remitida a quien haya cesado en su contumacia.
En el tercer supuesto enunciado en el canon –«los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave»– es, como bien se sabe, el que ha provocado más comentarios contrapuestos y aun polémicos, sobre todo por quienes, con una interpretación reductiva y meramente positivista de la norma, han pretendido contraponerla a la doctrina del Magisterio. Y, sin embargo, la norma es clara en la determinación de los tres requisitos para que el ministro del Sacramento niegue la Comunión: que se trate de pecado grave, que sea pecado manifiesto en el fuero externo –no oculto– y que el fiel persevere obstinadamente en ese estado.
Entre los que se encuentran en esta situación irregular están incluidos: a) las llamadas «uniones libres»; b) los que contraen sólo matrimonio civil y c) los divorciados que se vuelven a casar civilmente.
a) Uniones libres
Es creciente en algunos países el número de los que conviven «more uxorio», en uniones libres, de forma públicamente conocida, con o sin ningún tipo de reconocimiento civil. Como pueden ser muy variadas las causas que han llevado a esa situación irregular, la actitud pastoral de acercamiento, ayuda y educación moral de esas personas requerirá modalidades y matices diversos, para ayudarles con paciente caridad a regularizar esa situación y poder recibir la Eucaristía.
Advirtió ya en 1981 Juan Pablo II, en la Exhortación postsinodal Familiaris consortio, que este tipo de uniones, que algunas legislaciones civiles tienden hoy a favorecer, ponen en general graves problemas sociales (destrucción del concepto de matrimonio y de familia, atenuación del sentido de fidelidad, posibles traumas psicológicos en los hijos, etc), y tienen para los fieles cristianos gravísimas consecuencias religiosas y morales: pérdida del sentido religioso del matrimonio, privación de la gracia del sacramento y grave escándalo. Obviamente quienes perseveren manifiestamente en esa situación externa de pecado grave no podrán, por desgracia, ser admitidos a la sagrada Comunión.
b) Los unidos sólo con matrimonio civil
Se trata de católicos que, por motivos ideológicos y (o) prácticos, contraen solo matrimonio civil, excluyendo o por lo menos difiriendo –por causas diversas: incluso por escasez de clero e ignorancia de la forma extraordinaria del sacramento– el matrimonio religioso. En cualquier caso la acción pastoral ha de dirigirse a convencer y ayudar a esas personas a regular su situación de modo que esta se acomode a su fe y a la moral cristiana. La Exhortación Familiaris consortio recuerda que: «Aun tratándoles con gran caridad e interesándoles en la vida de las respectivas comunidades, los pastores de la Iglesia no podrán admitirles a los sacramentos». Obviamente tampoco se excluye en este caso –porque no se trata de fieles que hayan incurrido en pena de excomunión o entredicho– la posibilidad, si se comprometen a vivir continentes en espera de contraer matrimonio canónico, de admitirles privadamente a la sagrada Comunión, si rite dispositi y remoto scandalo.
c) Los divorciados que se casan civilmente
«La Iglesia –recordó Juan Pablo II en la Familiaris consortio–, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez (...) dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio».
No obstante esta clara reafirmación de la doctrina continuamente enseñada por la Iglesia en relación a estos casos dolorosos, ha habido especialmente en las dos últimas décadas desviaciones pastorales –favorecidas por equívocas teorías de algunos teólogos y canonistas– que han motivado la sucesiva intervención de la Congregación para la Doctrina de la Fe y del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos.
El primero de estos dos Dicasterios envió el 14 de septiembre de 1994 una Carta a todos los Obispos de la Iglesia Católica, advirtiéndoles sobre lo errado de algunas soluciones pastorales –aparentemente justas y benévolas– según las cuales, salvo el principio general de la no admisión a la recepción de la Eucaristía de los divorciados que se han vuelto a casar, en algunos casos estos podrían ser admitidos a la Comunión; concretamente, cuando los interesados estuvieran convencidos en conciencia de que el anterior matrimonio, irreparablemente fracasado, nunca había sido válido.
Sobre la base de que el matrimonio cristiano no es un mero acto privado, sino una realidad sacramental y pública, la Carta precisa: «La errada convicción de poder acceder a la Comunión eucarística por parte de un divorciado vuelto a casar, presupone normalmente que se atribuya a la conciencia personal el poder de decidir en último término, basándose en la propia convicción, sobre la existencia o no del anterior matrimonio y sobre el valor de la nueva unión. Sin embargo, dicha atribución es inadmisible. El matrimonio, en efecto, en cuanto imagen de la unión esponsal entre Cristo y su Iglesia así como núcleo basilar y factor importante en la vida de la sociedad civil, es esencialmente una realidad pública. Es verdad que el juicio sobre las propias disposiciones con miras al acceso a la Eucaristía debe ser formulado por la conciencia moral adecuadamente formada. Pero es también cierto que el consentimiento, sobre el cual se funda el matrimonio, no es una simple decisión privada, ya que crea para cada uno de los cónyuges y para la pareja una situación específicamente eclesial y social. Por lo tanto, el juicio de la conciencia sobre la propia situación matrimonial no se refiere únicamente a una relación inmediata entre el hombre y Dios, como si se pudiera dejar de lado la mediación eclesial, que incluye también las leyes canónicas que obligan en conciencia. No reconocer este aspecto esencial significaría negar de hecho que el matrimonio exista como realidad de la Iglesia, es decir, como sacramento».
La Carta termina recordando, entre otras cosas, las normas codiciales acerca de la fuerza probatoria de las declaraciones de las partes en los procesos matrimoniales: «La disciplina de la Iglesia, al mismo tiempo que confirma la competencia exclusiva de los tribunales eclesiásticos para el examen de la validez del matrimonio de los católicos, ofrece actualmente nuevos caminos para demostrar la nulidad de la anterior unión, con el fin de excluir en cuanto sea posible cualquier diferencia entre la verdad verificable en el proceso y la verdad objetiva conocida por la recta conciencia.
La intervención en cambio del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos, en forma de «Declaración», publicada el 24 de junio de 2000, obedeció al hecho de que, contradiciendo a estos pronunciamientos doctrinales, algunos canonistas negaban que la expresión «los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave» pudiese ser aplicada a los divorciados vueltos a casar civilmente. Según estos autores, puesto que el canon habla de «pecado grave» es necesario que se den todas las condiciones requeridas para la existencia del pecado mortal, también las subjetivas, que sin embargo no pueden ser juzgadas ab externo por el ministro de la Comunión; además, se requeriría una previa amonestación para que pueda perseverarse «obstinadamente» en el pecado.
La Declaración del Consejo Pontificio, concordada con las Congregación para la Doctrina de la Fe y la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, después de explicar cómo la prohibición del canon deriva de la ley divina, y por qué en el caso de la admisión de esas personas a la Comunión el escándalo –acción que mueve a otros al mal– atañe a la vez al sacramento de la Eucaristía y a la indisolubilidad del matrimonio, afirma:
«Toda interpretación del can. 915 que se oponga a su contenido sustancial, declarado ininterrumpidamente por el Magisterio y la disciplina de la Iglesia a lo largo de los siglos, es claramente errónea. No se puede confundir el respeto de las palabras de la ley con el uso impropio de las mismas palabras como instrumento para relativizar o desvirtuar los preceptos. La fórmula “y los que obstinadamente persistan en un manifiesto pecado grave” es clara, y se debe entender de modo que no se deforme su sentido haciendo la norma inaplicable. Las tres condiciones que deben darse son: a) el pecado grave, entendido objetivamente, porque el ministro de la Comunión no podría juzgar de la imputabilidad subjetiva; b) la obstinada perseverancia, que significa la existencia de una situación objetiva de pecado que dura en el tiempo y a la cual la voluntad del fiel no pone fin, sin que se necesiten otros requisitos (actitud desafiante, advertencia previa, etc.) para que se verifique la situación en su fundamental gravedad eclesial; c) el carácter manifiesto de la situación de pecado grave habitual».
Me parece oportuno notar, con respecto a la cuestión que nos ocupa –de particular relieve pastoral– cuatro afirmaciones hechas en la mencionada Declaración. Esta precisa que:
1º) «no se encuentran en situación de pecado grave habitual los fieles divorciados que se han vuelto a casar que, no pudiendo por serias razones –como, por ejemplo, la educación de los hijos– “satisfacer la obligación de la separación, asumen el empeño de vivir en perfecta continencia, es decir, de abstenerse de los actos propios de los cónyuges” (Familiaris consortio, n. 84), y que sobre la base de ese propósito han recibido el sacramento de la Penitencia. Debido a que el hecho de que tales fieles no viven more uxorio es de por sí oculto, mientras que su condición de divorciados que se han vuelto a casar es de por sí manifiesta, sólo podrán acceder a la Comunión eucarística remoto scandalo».
2º) «la prudencia pastoral aconseja vivamente que se evite el tener que llegar a casos de pública denegación de la sagrada Comunión. Los Pastores deben cuidar de explicar a los fieles interesados el verdadero sentido eclesial de la norma, de modo que puedan comprenderla o al menos respetarla. Pero cuando se presenten situaciones en las que esas precauciones no hayan tenido efecto o no hayan sido posibles, el ministro de la distribución de la Comunión debe negarse a darla a quien sea públicamente indigno. Lo hará con extrema caridad, y tratará de explicar en el momento oportuno las razones que le han obligado a ello».
3º) «El discernimiento de los casos de exclusión de la Comunión eucarística de los fieles que se encuentren en la situación descrita concierne al Sacerdote responsable de la comunidad. Éste dará precisas instrucciones al diácono o al eventual ministro extraordinario acerca del modo de comportarse en las situaciones concretas».
4º) «La Iglesia reafirma su solicitud materna por los fieles que se encuentran en esta situación o en otras análogas, que impiden su admisión a la mesa eucarística. Cuanto se ha expuesto en esta Declaración no está en contradicción con el gran deseo de favorecer la participación de esos hijos a la vida eclesial, que se puede ya expresar de muchas formas compatibles con su situación».
No quisiera terminar esta parte dedicada a los casos en que viene negada la sagrada Comunión, sin recordar un principio teológico que ordinariamente será muy conveniente enseñar a los fieles interesados. Es cierto que el modo pleno de participar al Sacrificio eucarístico es la recepción de la santa Comunión. Pero no hay que olvidar que la participación en la santa Misa tiene por sí misma un valor salvífico y constituye una perfecta forma de oración, independientemente de que se reciba o no la Comunión. Por eso, también quienes no puedan recibirla tienen, como todos los demás fieles, el derecho a participar en la Celebración eucarística, e incluso la obligación de hacerlo en los días de precepto señalados por la Autoridad eclesiástica.