La oración de la culpa

(De "De la necesidad y don de la oración" por Karl Rahner)

Hay que admitir en la vida espiritual un cierto signo de indeterminación. Queremos muchas veces controlar la propia acción; determinarla con precisión matemática, para saber con toda seguridad lo que ella nos da, lo que en ella hemos hecho. Para ello observamos nuestro acto (en una reflexión subsiguiente y posterior en el tiempo, por muy pronto y rápidamente que la queramos hacer); y con ello resulta que alteramos el hecho mismo observado, porque la observación misma no es un proceso neutral de un saber puro, objetivo, copiador, sino que él mismo es ya una decisión, acción, intención moral o inmoral, y, como tal, confiere a todo lo anterior en el hombre (y, por tanto, también a la acción precedente que se examina) un nuevo signo, una nueva marca. Y naturalmente este segundo acto se desarrolla incontrolado.

Ningún otro punto de apoyo enteramente neutral tiene a mano el hombre para ese control reflejo de sus actos ante sí mismo (en el grado que ello sea posible, necesario y útil), fuera de la misma cosa que está en cuestión, el hecho mismo que se quiere someter a examen. La prueba siguiente es ya una acción, y so pena de un proceso in infinitum, no puede ponerse en claro, con seguridad matemática, si la tal segunda prueba examinadora se ha realizado con plena imparcialidad, o todavía con alguna torcida dirección. Es, en efecto, esa prueba a su vez una partida puesta en el balance del propio estado espiritual, y ciertamente la partida más oscura y la más comprometida, si pretende dar el último fallo.

Si el hombre se empeña obstinadamente en fijar su propia situación espiritual, con plena transparencia y seguridad, no con la seguridad moral del «cada día», necesitaría un poder de reflexión adecuada, que no se da, porque el hombre está siempre «consigo mismo», cuando sale de sí a examinar la cosa; y en esa cosa, que trata de examinar como exterior a sí, está ya «él mismo», y se refleja en ella de un modo por necesidad turbio. No hay por ello saber alguno «objetivo» sobre sí mismo vaciable en una expresión transparencial, ninguna absoluta «evidencia» en los enunciados sobre sí mismo en su concreta e íntima individualidad.

En este sentido se ha de decir que la acción humana se desarrolla realmente en oscuridad y que nadie sabe con seguridad de matemática evidencia, como afirma el Concilio Tridentino, si está en gracia.

Y no obstante existe un saber (o como se quiera llamar a aquella discernidora luz inseparable de la acción a la que acompaña), por el cual se sabe lo que se hace (no lo que se ha hecho); un saber que acompaña de tal manera a la acción, que ésta se muestra en su más íntima esencia y calificación moral con su plena transparencia de responsabilidad ante Dios, de forma que en ningún caso el hombre, en semejante circunstancia, osará decir: no fue ésa mi intención. Y no obstante, en el momento en que quiere después utilizar aquella luz para pronunciar sobre sí un juicio definitivo y evidente, se extingue de pronto o lanza sólo rayos apagados de penumbra.

Podría aquí también decirse: si no me lo preguntas (sí, si yo no me lo pregunto) lo sé. Pero no me lo preguntes, porque entonces no lo sabré. Cuando el juicio de Dios saque a luz de los ocultos abismos las acciones de nuestro corazón, quedara asombrado el hombre de la reflexión, el de los enunciados sobre sí mismo (y para sí mismo). Mas el corazón dirá: en el fondo lo supe ya siempre; tanto lo supe, que yo mismo era ese saber y por ello no podía hacerse plena luz.

Sólo en presencia de Dios será posible separar este transparente e inevidenciable saber que expresa toda nuestra intimidad de aquel saber, el que únicamente ahora poseemos, que es esencialmente saber y obrar, saber al obrar.

No es traducible en ése que nosotros tan comúnmente decimos saber sobre nosotros; en forma que sólo a través de sus actos puede el hombre conocerse y juzgarse. Pero, no obstante, es también cierto que aquel saber misterioso, intraducible está siempre allí. Podrá dársele diversos y variados nombres: inefable sentimiento fundamental, inexpresable saber sobre sí del «anima» (en oposición al saber conceptual del «animus»), consciencia (en el sentido originario del vocablo, más allá y antes de toda reflexión y reflectibilidad), sindéresis scintilla animae, o como se quiera llamar. Existe y está allí donde libertad, saber sobre sí y yo coinciden en un último radical núcleo indivisible de nuestro ser, bien que salga, para existir y ser, a expandirse en sus múltiples potencias que acotan el individual complejo humano.

Por el hecho de existir esa luz y aquella oscuridad, sabemos siempre quiénes somos, y, sin embargo, no podemos decírnoslo a nosotros, ni expresarlo con aquella palabra que nos haría falta para decir a Dios lo que en el fondo sabemos de nosotros mismos.

Por ser ello así, puede el hombre (aparte de aquel testimonio con que el Espíritu intercede por los Santos con gemidos inenarrables), decir siempre y de nuevo a su Dios, desde la esencial oscuridad de su situación: soy un pecador, ten piedad de mí. En misterio t/ en esperanza me entrego confiado a tu misericordia.

Dejaría de ser un hombre de esta tierra si en la penosa impaciencia por no saber nunca «expresablemente» ni discernir «como lo blanco de lo negro» lo que propiamente hay en él, quisiera todavía volverse a mirar de frente la acción de su vivir, para hacerse juez de su «carrera», si va a su fin, derecho y veloz.

En sus manos está sólo el correr, y de puro correr, saliendo de sí para ir a Dios, olvidar, no caer en la cuenta de que corre. Y porque sólo el que corre es justificado ante Dios y todos nosotros estamos en vía y en medio de la carrera y hemos, por tanto, de olvidar lo que queda ya detrás (aunque estuviera ya alcanzado lo decisivo); por todo ello, la propia oración que sobre nosotros tenemos siempre que decir a Dios, no será un: «estoy en tu gracia», sino un renovado: «compadécete de mí, que soy hombre pecador».

Humiliter et veraciter podemos todos decir esto, porque toda justicia es pura gracia suya, y porque no sabemos nunca con absoluta certeza si la tenemos, y sí sabemos en cambio que de nosotros nunca la tenemos.

Verdad es que el hombre limitado no puede decirlo todo en una sola oración. Por ello es también verdad que la oración de la culpa no es la única oración, ni la quinta petición es todo el Padre nuestro.

La oración de la culpa, la oración del júbilo en el amor de Dios; la de la agradecida alabanza de su gracia; la dichosa palabra de la inconmovible esperanza; la sencilla petición del pan cotidiano; la desinteresada petición por los otros; la enaltecedora loa de su gran gloria; todo junto completa la oración del cristiano.

Para el acorde de este coro no hay ninguna fórmula.

Como el Espíritu nos inspira, así oremos.