(De "Oraciones para rezar por la calle" por Michel Quoist)
La soledad hace sufrir y no entraba en el plan del Padre. Sólo el Amor Redentor puede vencerla y sellar la unidad.
Bajaba un hombre de Jerusalén a Jerícó y cayó en poder de ladrones que lo desnudaron, lo cargaron de azotes y se fueron, dejándolo medio muerto. Por casualidad, bajó un sacerdote por el mismo camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo, un levita, pasando por aquél sitio, lo vio también y siguió adelante. Pero un samaritano que iba de camino, llegó a él y viéndole, se compadeció de él, se acercó, le vendó las heridas, derramando en ellas aceite y vino; lo hizo montar sobre su propia cabalgadura, lo condujo al mesón y cuidó de él. A la mañana, sacando dos denarios, se los dio al mesonero y dijo: «Cuida de él y lo que gastares de más te lo pagaré a la vuelta» (Lc. 10, 30-35).
Conozco su secreto,
su pesado y terrible secreto.
¿Es posible que este niño grande, con rostro de chiquillo envejecido, pueda cargar con él?
Ah, me hubiera gustado que él me contara todo,
que compartiera su carga conmigo.
Hace ya largos meses que yo tiendo mi mano a este hermano pequeño atropellado,
ávidamente me la coge, la acaricia, la besa... pero siempre por encima del abismo que nos separa.
Cuando intento suavemente atraerlo se echa atrás, porque lleva en su mano un secreto demasiado pesado para poder cedérmelo.
Y me duele, Señor,
yo lo miro de lejos y no puedo acercármele,
él me mira y no puede acercárseme.
Y yo sufro,
y él sufre
(él sobre todo)
y yo no sé arreglarlo pues mi amor es demasiado pequeño, Señor, y, cada vez que desde mi orilla, tiendo un puente para llegar a su soledad, el puente se queda ahí, colgado, en el medio, sin llegar a su orilla.
Y a él lo veo al borde de su dolor dudando, tomando carrerilla, hinchando el pecho para el salto...
Y luego se echa atrás, desesperado, pues la distancia es mayor que sus fuerzas, y el fardo demasiado pesado.
Ayer, Señor, él se inclinó hacia mí, dijo la primera palabra... después dio marcha atrás;
todo su cuerpo tembló bajo el peso del secreto que se acercaba, pero rodó de nuevo hacia el fondo de su soledad.
No lloró pero tuve que enjugar las grandes gotas de sudor que llenaron su frente.
Yo no puedo cogerle su fardo, ha de dármelo él, lo veo allí, al alcance de la mano, y no puedo agarrarlo,
Hoy, Señor, pienso en todos los que están solos,
terriblemente solos,
los que nunca se prestaron a ser llevados por otro porque nunca se dieron a Ti, Señor.
Los que saben algo que nadie sabrá jamás,
los que sufren una llaga que nadie jamás podrá cuidar,
los que sangran de una herida que nadie nunca restañará,
los que han sido sellados con una marca terrible que nadie jamás sospechará,
los que han encerrado cosechas de humillaciones,
de desesperaciones, de odios en el torturante silencio del corazón,
los que han escondido un pecado de muerte, y hoy son tumbas frías de preciosa fachada.
Me da miedo, Señor, la soledad del hombre.
Todo hombre está sólo porque es único,
y esta soledad es sagrada;
sólo uno mismo puede romperla, «decirse» a otro y recibir a otro.
Sólo uno mismo puede pasar de la soledad a la comunión.
Y Tú quieres esta comunión, Señor; Tú quieres que estemos unidos los unos a los otros
pese a las profundas fosas que hemos excavado en torno nuestro con el pecado.
Tú quieres que seamos una sola cosa como Tú y tu Padre lo sois.
Señor, este muchacho de hoy me duele, como todos los solitarios, sus hermanos.
Dame que los ame lo bastante para romper su soledad,
haz que marche por el mundo con todas mis puertas abiertas,
mi casa totalmente vacía, disponible, acogedora.
Ayúdame a alejarme de mí mismo para no espantar a nadie,
para que los demás puedan entrar en mí sin pedirme permiso,
para que puedan descargar aquí sus fardos sin que nadie los vea.
Yo volveré en la noche silenciosa a buscarlos;
y Tú, Señor, darás fuerza a mi espalda para llevar sus sacos.