Los hábitos del pecado deliberado, aun simplemente venial, no se crean de un solo golpe; se van adquiriendo, como ya lo sabéis, poco a poco: Velad, pues, y orad, como dice Nuestro Señor, para no dejaros sorprender por la tentación.
La tentación es inevitable. Nos hallamos rodeados de enemigos; el demonio anda rondando en torno nuestro; el mundo nos envuelve con sus corruptoras seducciones, o con su espíritu tan opuesto a la vida sobrenatural. Por eso no está en nuestra mano evitar toda tentación, que más de una vez es independiente de nuestra voluntad. Es, sin duda, una prueba, a veces muy penosa, sobre todo cuando va acompañada de tinieblas espirituales. Entonces nos inclinamos a calificar de felices únicamente aquellas almas que jamás se vieron tentadas.
Dios, sin embargo, nos declara, por boca del escritor sagrado, que son bienaventurados aquellos que, sin haberse expuesto imprudentemente a ella, soportan la tentación. ¿Por qué? Porque, añade el Señor, después de haber sido probados, recibirán ia corona de vida. No nos desanimemos por la frecuencia, duración e intensidad de la tentación, vigilemos con el mayor cuidado para preservar el tesoro de la gracia, evitando las ocasiones peligrosas; pero conservemos a la vez plena confianza.
La tentación, por violenta y prolongada que sea, no es un pecado; sus aguas pueden precipitarse sobre el alma como apestoso cenagal: «Las aguas han penetrado hasta mi alma» (Sal 68,2); pero podemos tranquilizarnos siempre que quede libre esa punta finísima del alma, que es la voluntad; el solo ápice -Apex mentis- que Dios considera. Por otra parte, el apóstol San Pablo nos dice: «Dios no permite que seáis tentados más allá de vuestras fuerzas, antes hará que saquéis provecho de la misma tentación dándoos por mediación de su gracia fuerzas para que podáis perseverar» (1Cor 10,13). El gran Apóstol es un ejemplo en su misma persona, pues nos dice que, a fin de que no fueran para él motivo de orgullo sus revelaciones, Dios puso lo que él llama una «espina» en su carne, figura de tentación; le «dio un ángel de Satanás que le azotase» (2Cor 12,17). «Tres veces, dice, rogué al Señor que me librase, y el Señor me respondió: Bástate mi gracia, porque en la debilidad del hombre, esto es, haciéndole triunfar, a pesar de su debilidad, con el auxilio de mi gracia, es donde se muestra mi poder».
La gracia divina es, en efecto, el auxilio con que Dios nos ayuda a vencer la tentación; pero tenemos que pedirla: Et orate. En la oración que nos enseñó el mismo Jesucristo, nos hace pedir al Padre celestial que «no nos deje caer en la tentación y nos libre del mal». Repitamos con frecuencia esta oración, que Jesús, ha puesto en nuestros labios; repitámosla apoyándonos en los méritos de la Pasión del Salvador. Nada hay tan eficaz contra la tentación como el recuerdo de la cruz de Jesús.
¿Qué vino a hacer Cristo en la tierra sino destruir la obra del demonio? Y, ¿cómo la destruyó? ¿Cómo expulsó al demonio sino por su muerte sobre la cruz, según El mismo dijo? Durante su vida mortal arrojó nuestro Señor los demonios de los cuerpos de los posesos, los arrojó también de las almas cuando perdonó los pecados de la Magdalena, del paralítico y de tantos otros; pero fue sobre todo con su benditísima Pasión con lo que derrocó el imperio del demonio; precisamente en el momento mismo en que, haciendo morir a Cristo a manos de los judíos, contaba el demonio triunfar para siempre, es cuando recibía él mismo el golpe mortal. Porque la muerte de Cristo ha destruido el pecado y conquistado para todos los bautizados el derecho a recibir la gracia de morir al pecado.
Apoyémonos, pues, mediante la fe, en la cruz de Jesucristo: su virtud es inagotable y nuestra condición de hijos de Dios y nuestra calidad de cristianos nos dan derecho a ello. Por el Bautismo fuimos marcados con el sello de la cruz, hechos miembros de Cristo iluminados con su luz participantes de su vida y de la salud que con ella nos consiguió. Por tanto, unidos como estamos con El, «¿qué podemos temer?» (Sal 26,1). Digamos, pues: «Dios ha ordenado a sus ángeles que te guarden en todos tus caminos para impedirte caer; mil enemigos caen a tu mano siniestra y diez mil a tu diestra, sin que puedan llegarse a ti. Por haberse adherido a Mí, dice el Señor, le libraré, le protegeré, porque conoce mi nombre; me invocará y será atendida su demanda; estaré a su lado en el momento de la tribulación para librarle y glorificarle; le colmaré de días felices y le mostraré mi salvación» (Sal 90, 11-12; 14-16).
Roguemos, pues, a Cristo que nos sostenga en la lucha contra el demonio, contra el mundo su cómplice y contra la concupiscencia que reside en nosotros. Prorrumpamos como los Apóstoles zarandeados por la tempestad: «Sálvanos, Señor, que perecemos», y extendiendo Cristo su mano, nos salvará. Como Cristo, que para darnos ejemplo y para merecernos la gracia de resistir quiso ser tentado, aunque, debido a su divinidad, la tentación fuese puramente exterior, obliguemos a Satanás a que se retire, diciéndole en el momento en que se presente: «No hay más que un solo Señor a quien yo quiero adorar y servir; elegí a Cristo en el día del Bautismo, y a El solo quiero escuchar».
He aquí en qué términos, llenos de sobrenatural seguridad, quería San Gregorio Nacianceno que todo bautizado rechazase a Satanás: «Fortalecido con la señal de la cruz con que fuiste signado, di al demonio: Soy ya imagen de Dios, y no he sido, como tú, precipitado del cielo por mi orgullo. Estoy revestido de Cristo; Cristo es, por el Bautismo, mi bien. A ti te toca doblegar la rodilla delante de mí».
He aquí en qué términos, llenos de sobrenatural seguridad, quería San Gregorio Nacianceno que todo bautizado rechazase a Satanás: «Fortalecido con la señal de la cruz con que fuiste signado, di al demonio: Soy ya imagen de Dios, y no he sido, como tú, precipitado del cielo por mi orgullo. Estoy revestido de Cristo; Cristo es, por el Bautismo, mi bien. A ti te toca doblegar la rodilla delante de mí».
Con Cristo Jesús, que es nuestro Jefe, saldremos vencedores del poder de las tinieblas. Cristo reside en nosotros desde que recibimos el Bautismo, y, como dice San Juan, «es, sin comparación, muchísimo mayor que el que domina en el Mundo, esto es, Satanás» (1Jn 4,4). El demonio no ha vencido a Cristo; pues, como dice Jesús, «el príncipe de este mundo no tiene en Mí nada que le pertenezca», por lo mismo, no podrá vencernos, ni hacernos caer jamás en el pecado, si, vigilantes sobre nosotros mismos, permanecemos unidos a Jesús, si nos apoyamos en sus palabras y en sus méritos. «Confiad: yo he vencido al mundo».
Un alma que procura permanecer unida con Cristo por la fe, está muy por encima de sus pasiones, por encima del mundo y de los demonios; aunque todo se soliviante dentro de ella y alrededor de ella, Cristo la sostendrá con su fuerza divina contra todas esas acometidas. Llámase a Cristo en el Apocalipsis «León vencedor, nuevamente victorioso» porque con su victoria adquirió para los suyos la fuerza necesaria para salir ellos también a su vez vencedores. Por eso San Pablo, después de haber recordado que la muerte, fruto del pecado, quedó destruida por Jesucristo, que nos comunica su inmortalidad, exclama: «Gracias, Dios mío, te sean dadas por habernos concedido la victoria sobre el demonio, padre del pecado; victoria sobre el pecado, fuente de muerte; victoria, en fin, sobre la misma muerte por Jesucristo Nuestro Señor» (1Cor 15, 56-57).