Yo, hermanos, llegué a anunciaros el testimonio de Dios no con sublimidad de elocuencia o de sabiduría, que nunca entre otros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado... Mi palabra y mi predicación no se basó en persuasivos discursos de humana sabiduría, sino en la manifestación del Espíritu de fortaleza, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios (1 Cor 2,1-5).
Has hablado demasiado.
Es demasiado tarde para que te dejen hacer. Has luchado demasiado.
Has llamado «raza de víboras» a la gente de bien.
Les has dicho que su corazón era un negro sepulcro bellamente adornado.
Has abrazado a los podridos leprosos.
Has hablado descaradamente con extranjeros vulgares.
Has comido con pecadores públicos y has dicho que las mujeres de la vida serían las primeras en el Paraíso.
Te has complacido con los pobres, con los piojosos, con los lisiados.
Has cumplido desastrosamente tus prácticas piadosas.
Has querido interpretar la ley y reducirla a un solo pequeño mandamiento: amar.
Y ellos ahora se vengan.
Ellos se han movido contra Ti, han ido a denunciarte a las autoridades y las autoridades van a tomar las medidas oportunas.
Señor, yo sé que si intento vivir un poco como Tú voy a ser condenado.
Y tengo miedo.
Ya empiezan a señalarme con el dedo.
Algunos se sonríen, otros se burlan, otros se escandalizan,
varios de mis amigos están ya a punto de traicionarme.
Tengo miedo de pararme a la mitad del camino.
Tengo miedo de escuchar la sabiduría de los hombres,
la que dice: conviene hacer las cosas despacito, no hay que tomarlo todo a la letra, es mejor hacer componendas con el adversario...
Y yo sé, Señor, que Tú tienes razón.
Ayúdame, pues, a luchar.
Ayúdame a hablar.
Ayúdame a vivir tu Evangelio,
hasta el final,
hasta la locura,
la locura de la Cruz.