Señor, ¿por qué me has dicho que amase?

(De "Oraciones para rezar por la calle" por Michel Quoist)

Quien ha empezado a darse a los demás está salvado.

Por el hecho de aceptar la amistad de sus hermanos, aceptará la de Dios y se librará de sí mismo.

Nosotros somos nuestro mayor — mortal — enemigo. De tejas abajo, causa de nuestro sufrir. Y hablando sobrenaturalmente, quienes cierran el paso a Dios.

No faltan hombres empeñados en purificarse una y otra vez. Se examinan, emplean todo su tiempo en luchar contra sus defectos sin llegar jamás a conseguir nada, como no sea cultivar en un invernadero pequeñas virtudes dignas de su talla raquítica. Y no faltan educadores que los empujen por estos berenjenales sin darse cuenta de que a fuerza de insistir en aquel defecto que combatir o aquella virtud que conquistar, los centran más y más sobre su yo, condenándolos a la esterilidad.

Todo lo contrario. Hay que conocerles para darse cuenta, y esto lo primero, no de los defectos que arrastran consigo, sino de sus cualidades. Es decir, hay que adquirir conciencia de sus riquezas.

Ser conscientes además, incluso de sus menores detalles, del medio ambiente en que tendrán que desarrollar sus posibilidades para ayudarles en cada caso concreto a hacerse presente en él, dándose a los demás.

Todos pueden y deben dar. ¿Tienen un talento? Que lo den. ¿Tienen diez? Que den los diez. Porque sólo dando es como se puede recibir.

Y quien se ha lanzado por este camino del don, se da cuenta al momento — le basta ser leal — de que le es imposible dar marcha atrás.

Tendrá miedo. En este caso habrá que animarle y convencerle de que únicamente a este precio — darse a los demás — realizará su vida y conocerá la Alegría de Dios.

Pasado mucho tiempo, vuelve el amo de aquellos siervos y les toma cuentas, y llegado el que había recibido los cinco talentos, presentó otros cinco, diciendo: «Señor, tú me has dado cinco talentos; mira, pues, otros cinco que he ganado». «Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel; en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,19-21).

En esto hemos conocido la caridad, en que Él dio su vida por nosotros, y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos. Si uno tuviere bienes de este mundo y, viendo a su hermano pasar necesidad, le cerrara sus entrañas, ¿cómo moraría en él la caridad de Dios? Hijitos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y de verdad. En eso conoceremos que somos de la verdad (1 Jn 3,16-19).

Señor, ¿por qué me has dicho que amase a todos mis hermanos, los hombres?
Acabo de intentarlo y heme aquí que vuelvo a Ti aterrorizado.

Yo estaba, Señor, tan tranquilo en mi casa, me habían organizado la vida, estaba instalado, mi interior estaba puesto a punto y me encontraba a gusto.
Solo, yo estaba completamente de acuerdo conmigo mismo.
Al abrigo del viento, de la lluvia, del fango.

Encerrado en mi torre, limpio y puro por siempre yo habría estado.

Pero en mi fortaleza, Señor, Tú has abierto una grieta.
Tú me has forzado a entreabrir mi puerta
... y, como una ráfaga de lluvia en pleno rostro,
el grito de los hombres me ha despertado;
como una borrasca, una amistad me ha estremecido,

como se cuela un rayo de sol, tu Gracia me ha inquietado
... y yo, incauto de mí, he dejado entreabierta mi puerta.
¡Y ahora, Señor, estoy perdido!
Fuera los hombres me espiaban.
Yo no me imaginaba que estuvieran tan cerca; aquí en mi casa, en mi calle, en mi oficina; mi vecino, mi colega, mi amigo.
Apenas entreabrí los vi a todos con la mano extendida, la mirada extendida, el alma extendida, pidiendo como los pobres a las puertas de las iglesias.

Y los primeros entraron en mi casa. Sí, había un poco de sitio en mi corazón.
Yo los acogí: los curaría, los acariciaría, los festejaría:
¡ah, mis queridas ovejitas, mi pequeño rebaño!
Con ello Tú te quedarías contento de mí, orgulloso, servido, honrado, digna, exquisitamente.
Sí, todo esto era perfectamente razonable.

Pero a los otros, Señor... a los otros yo no los había visto: los primeros los tapaban.
Y éstos eran más numerosos, más miserables: me invadieron sin llamar a la puerta siquiera.
Y hubo que hacerles sitio, apretarse.

Pero luego han seguido viniendo de todas partes, en olas y más olas, empujándose los unos a los otros, atrepellándose.
Han venido de todos los rincones de mí ciudad, de la nación, del mundo; innumerables, inagotables.

Y éstos ya no han venido de uno en uno, sino en grupos, en cadena, enganchados los unos a los otros, mezclados como bloques de humanidad.
Y ya no vienen a cuerpo sino cargados de inmensos equipajes: maletas de injusticia, paquetes de rencor y de odio, baúles de sufrimiento y de pecado...
Se traen con ellos el Mundo, con todo su material mohoso y retorcido, o demasiado nuevo, inadaptado, inútil.

¡Oh, Señor, qué lata! ¡Qué embarazosos son, qué absorbentes!
¡Además tienen hambre: me devoran!
Y ya no sé qué hacer: siguen viniendo, siguen empujando
la puerta que se abre más y más...
¡Mira, Señor, ahora: mi puerta abierta ya de par en par!
¡No puedo más! ¡Es demasiado! ¡Esto ya no es vida!
¿Y mi situación?
¿y mi familia?
¿y mi tranquilidad?
¿y mi libertad?
¿y yo?
Ah, Señor, ya lo he perdido todo, ya ni me pertenezco.
En mi alma ya no hay ni un rincón para mí.

No temas, dice Dios, hoy lo has ganado todo
pues mientras estos hombres entraban en tu casa
Yo, tu Padre
y tu Dios,
me he deslizado dentro de ti entre ellos.