El andar

(De "Los Signos Sagrados" por Romano Guardini)

Son muchos los que saben andar? No consiste en ir de prisa o en correr, sino en moverse con sosiego. Ni en marchar a paso lento y furtivo, sino en avanzar resueltamente.

El bien andante se mueve con ágil pie, sin arrastrarse. Airosamente erguido, no encorvado Sin vacilar, antes bien con equilibrio estable.

¡Cuánta nobleza no encierra el buen andar! Soltura, pero de buena crianza. Ligereza y gravedad, derechura y solidez, sosiego y fuerza de avance.

Y según sea andar de hombre o de mujer, en esa fuerza se trasluce un rasgo de valor o de gracia; lleva algún peso externo, o bien un mundo interior de quietud radiante.

¡Y qué bello el andar por algún motivo piadoso! Puede convertirse en verdadero acto de culto. Así, el mero andar ante Dios, consciente y respetuoso, como acontece en la iglesia, mansión del Altísimo, donde nos hallamos de manera especial en su real presencia. O bien la escolta que se da al Señor marchando procesionalmente— ¿te asalta el recuerdo poco grato de la aglomeración desordenada y del fastidioso arrastrarse y curiosear de tantas procesiones?

¡Tan festivo y alegre como podía ser el cortejo de los fieles al Señor por las calles del lugar, o por los campos, «su heredad», todos orando en sus corazones, los hombres con paso resuelto y vigoroso, con dignidad de madres las mujeres, graciosas las jóvenes doncellas con su virginal encanto, con brío reprimido los mancebos!…

Así, una procesión de rogativas y penitencia convertiríase en plegaria viviente. Sería reconocimiento personificado de nuestra culpa y necesidad, pero templado con la confianza cristiana: como en el hombre hay una fuerza, la voluntad serena y segura de sí misma, que domina las demás potencias y sentidos, así hay un poder sobre toda necesidad y toda culpa, que es el Dios viviente.

¿No se declara acaso en el andar la nobleza del hombre? Ese continente erguido, dueño de sí mismo y de sus movimientos, sereno y seguro, ¿no es por ventura prerrogativa exclusiva nuestra? Caminar enhiesto significa ser hombre.

Pero somos más que hombres. «De divina estirpe», nos llama la Escritura (Sal. 81, 6; Jn. 10, 34; Hechos17, 28), de Dios regenerados a nueva vida. Cristo vive en nosotros, de manera particularmente íntima por el Sacramento del Altar; su cuerpo está en el nuestro; su sangre circula por nuestras venas. Porque «quien come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece, y yo en él», nos lo ha dicho el mismo Jesucristo (Juan 6, 56).

Cristo crece en nosotros, y nosotros crecemos en El en largura, anchura y profundidad, «hasta alcanzar la madurez de Cristo» (Efes. 4, 13); hasta que «Él tome forma en nosotros» (Gál. 4, 19), y nuestro ser y obrar, «ya comamos, ya bebamos, ya durmamos o hagamos cualquier otra cosa» (I Cor. 10, 31; Colosenses 3, 17), juego o trabajo, alegría o lágrimas, todo se trueque en vida de Cristo.

De este conocimiento y misterio podía ser símbolo espontáneo, expresivo y bello el buen andar: realización, transformada en profundo símil, de aquel consejo divino: «Anda en mi presencia y sé perfecto.» (Gén. 17, 1.)

Pero con sinceridad. Porque sólo de la verdad, nunca de la afectación, puede nacer su belleza.