Mateo 22,34-40: El amor lo es todo


En aquel tiempo, los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se acercaron a Jesús y uno de ellos le preguntó para ponerlo a prueba:
-Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?
El le dijo:
-«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser.»
Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él:
-«Amarás a tu prójimo como a ti mismo.»
Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los Profetas.

REFLEXIÓN (de "El Camino abierto por Jesús - Mateo" por José Antonio Pagola):

Los judíos llegaron a contar hasta seiscientos trece mandamientos que debían ser observados para cumplir íntegramente la Ley. Por eso no era extraño en los círculos rabínicos hacerse preguntas como la que plantean a Jesús en un intento de buscar lo esencial: ¿qué mandamiento es el primero de todos?

Jesús responde de manera clara y precisa: «El primero es: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser". El segundo es este: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". No hay mandamiento mayor que estos». ¿Cómo escuchar hoy estas palabras fundamentales de Jesús?

Hay algo que se nos revela con toda claridad: el amor lo es todo. Lo que se nos pide en la vida es amar. Ahí está la clave. Podremos luego sacar toda clase de consecuencias y derivaciones, pero lo esencial es vivir ante Dios y ante los demás en una actitud de amor. Si pudiéramos actuar siempre así, todo estaría salvado. Nada hay más importante que esto, ni siquiera la práctica de una determinada religión.

Pero, ¿por qué el amor es la fuerza que da sentido, verdad y plenitud a la vida? Esta centralidad del amor se arraiga, según la fe cristiana, en una realidad: Dios, el origen de toda vida, él mismo es amor. Esa es la definición osada e insuperable de la fe cristiana: «Dios es amor» (1 Juan 4,8). Por decirlo de alguna manera, aunque sea deficiente, Dios consiste en amar; Dios no sabe, no quiere y no puede hacer otra cosa que amar. Podemos dudar de todo, pero de lo que no hemos de dudar nunca es de su amor.

Precisamente por esto, amar a Dios es encontrar nuestro propio bien. Lo que da verdadera gloria a Dios no es nuestro mal, sino nuestra vida y plenitud. Quien ama a Dios y se sabe amado por él con amor infinito aprende a mirarse, estimarse y cuidarse con verdadero amor. Qué fuerza y dinamismo genera en nosotros esta peculiar manera de entendernos. Cuántos miedos y angustias se diluyen dentro de nosotros. Qué diferente es la vida cuando la persona aprende a decir: «Señor, que se haga tu voluntad, porque así se va forjando también mi bien».

Por otra parte, es entonces cuando se comprende en su verdadera profundidad el segundo mandamiento: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Quien ama a Dios sabe que no puede vivir en una actitud de indiferencia, despreocupación u olvido de los demás. La única postura humana ante cualquier persona que encontremos en la vida es amarla.

Esto no significa que se haya de vivir de la misma forma la intimidad con la esposa, la relación con el cliente o el encuentro fortuito con alguien en la calle. Lo que se nos pide es actuar, en cada caso, buscando positivamente el bien que queremos para nosotros mismos. En unos tiempos en que parece cuestionarse todo, es bueno recordar que hay algo incuestionable: el hombre es humano cuando sabe vivir amando a Dios y a su prójimo.

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