Amor en la oración

(De "De la necesidad y don de la oración" por Karl Rahner)

Es un hecho constantemente comprobado en la experiencia de la vida religiosa lo que el Señor dijo: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Sólo las almas puras, o que al menos poseen un anhelo sincero y eficiente de la pureza interior, pueden amar a Dios, que es la misma pureza y santidad. Aun sin contar la culpa mortal, que grava al alma y extingue el amor, ¡cuánto no impiden y coartan los otros pecados y todos los desordenados hábitos el vuelo del amor!

Almas que se contentan con cumplir los imprescindibles deberes del cristiano, que miran toda otra observancia y cuidado como una exageración, que van como a disgusto a la presencia de Dios en la oración y recepción de Sacramentos; almas para quienes toda la vida espiritual es un deber molesto que se cumple de prisa para volver en seguida a cosas más agradables; almas que, contentas de sí mismas, combinan sus obligaciones según su gusto; tales almas nunca podrán amar a Dios de todo corazón. Su corazón está torpe para el reclamo del amor. El que ama a Dios encuentra a punto en todo momento a su Dios. Pero el que no está dispuesto a renunciar a todo lo que es pecado, tiene miedo de encontrarse con Dios. Pudiera pedirle lo que él no le quiere dar.

En la medida en que seguimos la voz de nuestra conciencia y hacemos con seriedad, decisión y perseverancia lo que en cada momento conocemos ser nuestro deber, en esa medida penetramos más y más en el mundo del más allá; nos acercamos más y más a Dios. Se agranda el conocimiento de su infinita bondad; se engendra y se desarrolla gradualmente un santo parentesco entre el alma pura y el Dios Santo, y comenzamos a amar a Dios con toda nuestra alma y con todo nuestro corazón, y con todo nuestro espíritu, y con todas nuestras fuerzas.

Si queremos crecer en el amor, debemos no sólo estar atentos a sus delicadas mociones, ni sólo prepararle un corazón puro; debemos también pedirlo. Dios es el que obra en nosotros, según su santo beneplácito, el comienzo, el crecimiento y la perfección del santo amor. El nos ha amado primero; fue su gracia la que nos habló en los primeros movimientos del amor, es la única que puede purificar nuestro corazón. Quiere El, pues, que imploremos esta gracia. Aumenta, Señor, tu amor en nosotros.

Cuando nos haga temer la loca pasión de nuestro corazón; cuando nos hallemos insensibles al amor de Dios; cuando nos preguntemos con angustia si, en fin, amamos más a las tinieblas que a la luz, más que a Dios; imploremos entonces su piedad, pidamos entonces que aumente y fortalezca en nosotros su amor.

¡Oh jesús! Danos el temer y amar siempre tu nombre; pues Tú no retiras tu mano de aquél que has fundado en la solidez de tu amor.

Gracia mayor que el amor de Dios a nadie se ha concedido. Ella resume toda nuestra verdadera vida. Ella constituye nuestro bien. La paz de nuestro trabajado e inquieto corazón. El contenido de nuestra eternidad.

¿Dejaremos de implorar este amor? ¿Nos dejará de oír el Padre cuando no le pedimos sino que nos atraiga a su corazón, cuando no anhelamos otra riqueza que su amor?

Así, pues, oraremos:

¡Haz que yo te ame, Dios mío! ¿Qué tengo yo en el cielo y qué, fuera de Ti, sobre la tierra? Tú, Dios de mi corazón y mi porción en la eternidad. Que yo me adhiera a Ti.

Se Tú, Señor amado, el centro de mi corazón; límpialo para que te ame. Mi dicha sea tu felicidad, tu belleza, tu bondad, tu santidad. Está siempre a mi lado, y cuando sea tentado de dejarte, entonces, ¡Dios mío!, Tú no me dejes.

Una sola cosa te pido: tu amor. Que crezca en mí. Tu amor es lo supremo, lo definitivo y nunca cesa, y sin él yo nada soy. Llegue yo, al fin, a estar unido a Ti por el amor para siempre.