En la primera Carta a Timoteo, el apóstol exhorta a su discípulo a ser fiel al «Rey de reyes, al Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad y habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver» (6, 14-16).
En estas palabras se percibe la lejanía de Dios: su santa inaccesibilidad, que no es simplemente un estar-lejos, sino que convierte en adoración la mirada a lo invisible. Que Dios conceda experimentarla, es una forma de darse a sí mismo, igual que la mayor conciencia se da cuando permite experimentar que Él trasciende todo conocimiento.
La revelación habla también —y ahí está su «buena noticia— de la cercanía de Dios, que con la creación del mundo se hizo realidad por vez primera.
Detengámonos aquí por un instante. Lo que hace pesada la vida de la fe es el constante escuchar, decir y leer de las palabras sagradas. Por ello se hacen viejas y se cubren de polvo; por tanto, el que se apoya en ellas ha de limpiarlas y renovarlas sin cesar. Que Dios ha creado el mundo es un misterio, el misterio originario que envuelve todo, pues ¿cuál es la razón que le movió a hacerlo? Porque no estamos ante un Dios del mito, que necesita al mundo para que Él mismo pueda existir. Si el mundo desapareciera, ni Zeus, ni Gaia ni Poseidón seguirían existiendo. Toda la grandeza de los dioses depende de que existan el cielo, la tierra y el mar; pero Dios no los necesita. Que Él, plenitud de ser y de vida, haya querido que el mundo exista, y con él nosotros los hombres—incluso aquel que pone todo esto en duda—es algo incomprensible ante lo que ningún espíritu puede inclinarse suficientemente. En el momento en que Dios creó el mundo, estaba muy cerca de él, pues sólo se sostiene por su cercanía.
Pero aún quiso estar más cerca de él, mediante una amorosa comunión. La Escritura la expresa con una exuberante imagen: la imagen del jardín que «el Señor Dios plantó en el Edén, al oriente» (Gen 2, 8), el paraíso. «Jardín» no significa naturaleza libre que nace cuando la naturaleza se convierte confiadamente en espacio vital del hombre. Se convierte así en imagen de la confianza en que Dios introdujo a los hombres.
En este jardín de los comienzos, Dios convivió con su hombre. Pues a continuación dice el texto que «Dios se paseaba por el jardín al fresco de la tarde» (Gen 3, 8) y llamó al hombre. ¿No es esto una muestra infinitamente bella de la confianza de Dios?
Pero esta armonía se rompió y dice la narración: «Y el Señor Dios lo echó fuera del jardín de Edén» (Gen 3, 23). Este «fuera» significa la lejanía entre Él y nosotros abierta por el pecado. Y dura mucho, muchísimo, hasta que su amor logra de nuevo establecer la cercanía.
La historia del Antiguo Testamento es un peculiar «venir» de Dios. otra vez una imagen, pues Él es ciertamente el sencillamente-Presente, para quien no hay barreras ni distancias que tenga que superar mediante el movimiento. Mientras sigamos considerándolo sólo como un ser absoluto, no hay lo que llamamos historia, y sin embargo ésta es la forma en que existimos, y en su transcurso llega Dios, desde la lejanía de su inquietante inaccesibilidad, a una nueva y amorosa cercanía, y establece con el pueblo llamado una alianza por la que éste será «su pueblo» y Él «su Dios». Un Dios que vive, camina y lucha con él.
Si queremos comprender el Antiguo Testamento, tenemos que partir de la experiencia de esos hombres conducidos y dirigidos por Dios. Esta experiencia debe haber tenido una increíble intensidad. Toda la ley del Antiguo Testamento ha tenido en definitiva el objetivo de hacer posible la vida del creyente en esta cercanía: de que no la profanara con la magia ni la paralizara con la religión. Sin embargo, el pueblo se niega y pide un rey terreno, «como se hace en todas las naciones» (1 Sam 8, 4ss). Y la mayor parte de los reyes también se niegan, porque no quieren ser servidores de Dios, sino reinar por derecho propio. La arbitrariedad y la rebelión oscurecen la santa alianza, y entonces surge la profecía y de sus palabras brotará un nuevo venir, el del Mesías, invocado cada vez con más insistencia, hasta que «el plazo se haya cumplido» (Mc 1 , 15 ) .
Tenemos que darnos cuenta, una vez más, de lo mucho que hemos oído y pronunciado esta frase; tanto, que ya no nos dice nada. «Dios se hace hombre». ¿Cómo es posible? Pero Él lo ha revelado y así es. Es algo incomprensible. ¿Por qué, por qué? Por nuestra salvación, sin duda alguna, pero es una respuesta a medias. Dentro de Él debe de haber algo que le empuja a acercarse sin cesar al hombre. Para expresarlo hay una palabra: «Amor»; pero es también una palabra cargada de misterio, pues ¿qué significa amor si es Dios quien ama? Y ahora Él está entre los hombres, es uno de nosotros. Y lo está para siempre, pues Dios nunca se vuelve atrás. Si queremos ver lo difícil que puede ser esta consideración para el hombre preocupado por la libertad de Dios, podemos recordar lo que dicen los gnósticos, a saber, que ciertamente se hizo hombre, pero que, después de consumar su obra, rompió las cadenas y retornó a la libertad del espíritu puro. Sabemos, sin embargo, que siguió siendo hombre. Cuando el Resucitado se aparece a los suyos, les muestra las señales de las heridas en las manos y en los pies, y éstas responden de su vida terrena. Llevó consigo su corporeidad transfigurada hasta la vida eterna y como hecho-Hombre se sentó «a la derecha del Padre». Pensamos que es imposible estar más cerca; pero lo es todavía más decir: Él quiere que le recibamos en nuestra vida más rebosante, quiere ser nuestra comida y nuestra bebida. Cuando la madre deja ser al hijo de sus entrañas y luego lo alimenta a sus pechos, se introduce en su vida. Este misterio nos lleva al misterio divino: Dios mismo se nos da en el misterio de la Eucaristía ¿Es que podría acercarse más? Sólo si rompiera nuestra insensibilidad y tocara nuestro corazón, creemos. Y si Él lo hiciera...
Pero alguna vez su cercanía abarcará a todo el mundo. Si queremos sentir el júbilo de este mensaje, podemos leer lo que el capítulo 8, versículos 18-29, de la carta a los Romanos dice sobre la esperanza. Es la espera de que algún día todo será recapitulado en Él y ya no habrá separación ni de lo creado con Él, ni de las criaturas entre sí.
El misterio de la cercanía y de la lejanía de Dios se repite en la experiencia de cada uno. Pues cada uno es consciente de lo maravilloso que es todo cuando Él está cerca, y de lo terrible que resulta cuando está lejos. Lo que allende la imagen pasa en la realidad de Dios, no puede decirse; pues, incluso cuando todo parece vano pero el Espíritu es capaz de pronunciar juntas las palabras de la oración, Dios está ahí, lo soportamos exclusivamente porque Él está ahí. De la vida de los habitantes del desierto egipcio se cuenta que, tras una larga prueba, alguien dirigió a lo lejos esta pregunta: «¿Dónde estabas, Señor, en los tiempos difíciles?». Y el Señor respondió: «Más cerca de ti que nunca».
Él siempre está cerca, asentado en las raíces de nuestro ser, hablando en la hondura de nuestra conciencia. Y ello es patente hasta el punto de que tenemos que vivir nuestra relación con Dios entre los polos de la lejanía y de la cercanía. La cercanía nos fortalece, la lejanía nos pone a prueba. Si se nos concede sentir su cercanía, resulta fácil ser creyente; pero si Él está lejos, será el momento de la fe desnuda, que no posee más que estas palabras: «Yo no te abandono».
Lo mismo pasa con la gran historia. Parece que en los tiempos primitivos el mundo estaba rebosante de Dios. Y no porque los hombres fueran especialmente buenos; la injusticia y el pecado existían como ahora. Había, sin embargo, algo más: el bien acontecía a partir de la cercanía de Dios, mientras el mal estaba contra esa cercanía, y por eso la conversión y el arrepentimiento eran tan profundos. Pero, con el tiempo, el corazón se fue enfriando. El mundo se fue llenando de cosas; la hora apremia con acontecimientos cada vez más serios, y la existencia tiene cada vez menos contenido. Tan poco, que alguien, inteligente como pocos pero también interiormente desorientado como pocos, pudo decir que Dios «ha muerto». ¡Tremenda afirmación! Como ya se ha dicho muchas veces, se trata sólo de un discurso: pero quien lo dijo por primera vez, expresó con ello el sentimiento del vacío de Dios, del estar solo en lo completamente-extraño. De aquí podría haber surgido en él, que ya había percibido la revelación, la fidelidad al Dios lejano, pero confundió la manifestación de su sentimiento con la realidad, y afirmó que Dios ya no existía.
Ahora medio mundo habla como él. Pero cuando llegue el tiempo—y llegará cuando desaparezca la oscuridad—en que el hombre pregunte: «¿Dónde estabas entonces, Señor?», volverá a oír la misma respuesta: «¡Más cerca de ti que nunca!». Quizás Dios esté más cerca de nuestra época glacial que del barroco con la suntuosidad de sus iglesias, o de la Edad Media con su profusión de símbolos, o del cristianismo primitivo con su joven desafío a la muerte; sólo que no nos damos cuenta de ello. Pero espera que no digamos: «No percibimos ninguna cercanía, luego no hay ningún Dios», sino que nos mantengamos fieles a Él en medio de la lejanía. De ahí podría surgir una fe no menos válida, probablemente más pura—y, desde luego, más sólida—que la de los tiempos de la riqueza interior.