Pecado

(De "Oraciones para rezar por la calle" por Michel Quoist)

Y hay ocasiones en que no es sólo la tentación lo que tiene que saborear el cristiano que se entrega de veras. También el pecado.

Caída bochornosa que ya creía a mil leguas. Tan profundo, tan sólido le parecía su amor para con el Señor.

Caído corre el peligro de desanimarse.

No había llegado a sentir jamás tan hondamente el mal con toda su fealdad.

Ahora conoce mucho mejor el amor de Dios.

Todo es gracia. Este tropiezo le ayudará a comprender que no puede fiarse lo más mínimo de sí. Y le devolverá al lugar que le corresponde: el último.

Pero simultáneamente con la desconfianza de sus fuerzas será necesario que aprenda a abandonarse cada vez más en Dios, Padre.

Y para que yo no me engría a causa de la grandeza de mis revelaciones, me fue dado el aguijón de la carne, este ángel de Satanás, que me abofetea. Por esto rogué tres veces al Señor para que lo aparten de mí, y Él me dijo: «Te basta mi gracia, pues mi poder es tanto mayor cuanto mayor es la dificultad...», pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte (2 Cor 12,7-10).

Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no la necesitan (Lc 15,7).

He caído, Señor.
Otra vez.
Y ya no puedo más. Ya no venceré nunca.

Me avergüenzo de mí y ni me atrevo a mirarte.
Y, con todo, Señor, yo he luchado: te sabía junto a mí, incluso sobre mí, atentamente.
Pero la tentación ha soplado como una tempestad,
y yo he vuelto los ojos
y me he salido del camino
mientras Tú te quedabas silencioso y dolido
como un novio despreciado que ve su amor alejarse en los brazos del rival.

Luego el viento calló, se calló bruscamente como bruscamente se había levantado,
luego el relámpago se apagó tras de haber desgarrado bruscamente la sombra, y yo me encontré solo, avergonzado, triste, con mi pobre pecado entre las manos.

Este pecado que yo he elegido como un cliente su compra,
este pecado que ya no puedo devolver porque se ha ido el vendedor,
este pecado sin olor,
insípido,
este pecado que me repugna,
inútil objeto que quisiera tirar en cualquier sitio;
este pecado que quise y ya no quiero;
este pecado que yo vengo soñando
rebuscando
olfateando
acariciando
desde hace tanto tiempo,
este pecado que al fin he conquistado apartándome
fríamente de Ti, Señor,
arrastrándome panza abajo, extendiendo mis brazos, mis manos, mis dedos, mi cara, mi corazón,
este pecado que al fin he conquistado apartándome voraz.
Ahora lo poseo y me posee como la tela de araña tiene cautivo al moscardón.
Ya es mío,
se me pega a la piel,
se cuela dentro de mí,
me corre por las venas,
ocupa mi corazón,
se desliza por todas partes como la noche se insinúa en el bosque y va copando los últimos rincones de la luz.

Ahora no puedo desembarazarme de él.
Corro y me sigue, como un perro sarnoso que quisieras perder y que, obstinado, siempre alcanza a su dueño y se te frota feliz contra las piernas.
Este pecado tiene que notárseme, pienso.
y me avergüenza ir por la calle; quisiera arrastrarme para huir las miradas.
Me aterra encontrarme con los amigos,
me da vergüenza encontrarme contigo, Señor,
pues Tú me amabas y yo te he olvidado.
Te he olvidado porque he pensado en mí
y no se puede pensar en dos señores a la vez.
Hace falta escoger, y yo he escogido.

Y tu voz,
tu mirada,
tu amor hoy me hacen daño.
Sobre mí están, pesados,
más pesados aún que mi pecado.

Oh, Señor, no me mires así.
Estoy desnudo
y sucio,
caído por el suelo,
destrozado.
Ya no me quedan fuerzas,
ya no me atrevo a prometerte nada,
sólo me queda permanecer así, curvado, ante Ti.

Vamos, niño, levanta tu cabeza.
¿No será sobre todo tu orgullo quien te hiere?
Si me amases de veras estarías triste, sí, pero confiarías.
¿Acaso crees que mi amor tiene límites?
¿Piensas que he dejado de amarte un solo instante?
Aún estas contando contigo mismo, hijo, y no debes contar más que conmigo.

Ea, pídeme perdón
y luego, rápido, levántate,
porque, fíjate bien, lo más grave no es el haber caído
sino el seguir en tierra.