En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes.
Entonces lo llamó y le dijo:
-¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido.
El administrador se puso a echar sus cálculos:
-¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa.
Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo, y dijo al primero:
-¿Cuánto debes a mi amo?
Este respondió:
-Cien barriles de aceite.
El le dijo:
-Aquí está tu recibo: aprisa, siéntate y escribe «cincuenta».
Luego dijo a otro:
-Y tú, ¿cuánto debes?
El contestó:
-Cien fanegas de trigo.
Le dijo:
-Aquí está tu recibo: escribe «ochenta».
Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz.
Y yo os digo: Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas.
El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo, tampoco en lo importante es honrado.
Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro quién os lo dará?
Ningún siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.
REFLEXIÓN (de "Homiliario Bíblico" por Karl Rahner):
Muchas veces hemos leído y siempre nos ha causado admiración esta parábola del Señor. Es realmente extraño que Jesús tome pareja parábola de la vida corriente, para comparar con ella lo más grande, su propio mensaje, para pintar el reino de los cielos que Él vino a traer. Se trata, digámoslo francamente, de un granuja que engaña a su amo y, cuando, por sus fullerías, pierde el cargo, le juega aún otra jugada maestra para caer una vez más de pie. Este hecho lo toma Jesús como parábola, esta poco edificante historia la convierte en comparación e imagen de cómo hemos nosotros de obrar en el reino de los cielos. Y esto lo hace Jesús, el santo, el delicado, el único que realmente ha podido decir: «¿Quién me convencerá de pecado?» Él, el único que realmente conocía el mal, como nosotros no podemos conocerlo, se enfrenta —así podemos decirlo— con esta realidad mezquina, odiosa y vulgar, tan tranquila, soberana y serenamente que en ella encuentra una comparación con el reino de los cielos.
Decid vosotros mismos: ¿No hay momentos en que nos sentimos heridos por las tinieblas, por la vulgaridad, el mezquino egoísmo, el ansia de venganza y prurito de chismorreo, por todas estas cosas que constituyen la vida diaria? ¿No nos sentimos a menudo afectados por lo ordinarios que son los hombres, de lo poco que nos entienden, de que ni siquiera los buenos, los que luchan, se esfuerzan y oran para tener un corazón bueno, tampoco nos entienden y pasan de largo, acaso fríamente y con dureza, ante nuestras necesidades?
¡A menudo el mundo nos parece tan amargo, tan pequeño, tan sin entrañas y sucio! Aunque, si lo miramos más despacio, advertimos que, muy a menudo, nos da pena el pobre mundo, nos da lástima, y no lo sentimos así, si no lo tenemos cerca de nosotros. Pero, sea como fuere, ¿no podríamos acaso imitar un poco a Jesús en este aspecto? ¿No podríamos rogarle nos dé una disposición de espíritu, que en este caso es la misma que la suya? Él ha dicho que su Padre celestial deja crecer trigo y cizaña en el mismo campo del mundo. Él era paciente, realista y sereno y por eso nos soporta. ¿No debemos también nosotros imitarlo un poco y soportar con paciencia nuestro contorno, nuestro prójimo, nuestra Iglesia, a fin de que Dios tenga también paciencia con nosotros? Porque tenemos necesidad de esta paciencia.
Una segunda lección, creo yo, podemos aprender de la parábola de hoy. ¿En qué consiste propiamente la prudencia del mayordomo, que el amo alaba y Jesús nos pone por modelo? Esta prudencia podríamos reducirla a que el mayordomo sabía sacar provecho de toda situación. Cuando estaba en la mayordomía, lo sacó injustamente; ahora que se le separa de ella, de esta situación, que es exactamente lo contrario de su vida anterior, se las arregla para sacarlo también. Mientras fue mayordomo, rebajar las deudas hubiera sido tal vez desventajoso para él mismo. Ahora aprovecha la ocasión que entonces no podía aprovechar. Es el prudente (o pillo) que de toda ocasión sabe sacar ventaja, y es ésta su prudencia (o pillería). Prudencia terrena y vulgar, y, sin embargo, en ella quiere el Señor que aprendamos la prudencia celestial que nosotros hemos de tener.
¿Qué quiere decir eso? Nuestra vida está sujeta a muchos cambios y alteraciones. Las atmósferas más varias del alma pasan por la tierra de nuestra vida: ora estamos alegres, ora tristes; tan pronto animosos, como cansados; a veces nos place lo que nos rodea, otras nos ofende y hiere; a veces nos acompaña el éxito, otras nos abate el amargo fracaso; a veces nos sentimos agradecidos por lo que recibimos, otras nos hiere amargamente lo que se nos niega. Alternativas como las que vemos en el mayordomo del evangelio.
¿Somos tan prudentes como él? Es decir, ¿tenemos fe bastante, valentía de corazón, humildad de espíritu, abertura a las disposiciones de Dios para ver en todos los azares, aun los más contrapuestos de nuestra vida, una posibilidad de dar fruto para la eternidad, para atestiguar nuestro amor a Dios, para ser pacientes y valientes, humildes y abnegados, o nos obstinamos en servir a Dios como nosotros queremos, en hallar a Dios sólo en esta situación determinada que hemos escogido? Y ahora nos envía la otra, y entonces nos falla aquella prudencia grandiosa, pronta, abnegada y abierta para ver en la nueva situación un llamamiento y una tarea de Dios, para decir que sí, aceptar, proseguir y estar contentos y alegres con lo que Dios dispone sobre nosotros.
No somos tan prudentes como el mayordomo del evangelio. Y deberíamos serlo. Cuando se conserva el corazón abierto y apercibido para Dios, no hay circunstancia de la vida que no podamos aceptar como bendición y gracia. Cierto que para ello es menester un corazón pronto, humilde, atento y obediente. Pero ¿no podríamos pedírselo insistentemente a Dios? ¿No podríamos orar, en vez de quejarnos, llamar a Dios en vez de acusar a otros? No hay quien no tenga en alguna parte de su cuerpo alguna herida de ésas aún no cerrada.
Y seríamos santos, verdaderos santos en el sentido propio de la palabra, si donde quiera y en todo nos entendiéramos con Dios, nos conformáramos con su voluntad. Pero como que no sucede así, nos atañe a todos la parábola de la prudencia celestial del cristiano. Basta que miremos un poco despacio en nuestra vida, y hallaremos que se dan en ella situaciones, circunstancias y pasos que sólo vemos rectamente y rectamente dominamos, cuando somos prudentes, celestialmente prudentes, prudentes por la gracia de Dios, de forma que reconocemos que también por ellas nos dirige Dios una palabra de su eterno amor, a la que debiéramos decir que sí valiente y rendidamente.
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