(De "De la necesidad y don de la oración" por Karl Rahner)
En la tentación no ha de hablar el hombre con la tentación, sino con Dios, y hablar con Dios no sobre la tentación, sino con Dios de Dios, de su gracia, de su amor y de su vida. Si la serpiente habla al hombre, no halle quien la escuche ni dialogue con ella. Su primera insidiosa y tentadora palabra: ¿por qué?, sea estímulo para él, no para preguntar con la serpiente por la razón de la ley, sino para hablar con Dios de la única y eterna razón de la ley. adorar esta razón última, razón de todas las razones, la voluntad santa de Dios, y encaminar hacia El todos los anhelos del corazón.
Sólo el que ora aguantará la tentación, porque sólo por la oración recobra el hombre aquella santa simplicidad de los hijos de Dios, que no comprende la solicitación del pecado y siente para ella un alto desprecio. La auténtica tentación nos sorprende siempre más débiles cié lo que debiéramos ser; si no, no le haría eco desde dentro nuestro apetito e inclinación. La superación de la tentación no puede por tanto entablarse sino sobre la superación de tal apetito e inclinación. Mas ello no sucede si el hombre en su corazón no apetece y se inclina de nuevo a Dios. Y esto es oración.
Por ello, ¡ora en la tentación! ¡Aprende a orar! No te digas a ti: no puedo. Di a Dios: Tú puedes. No te digas a ti: sin esto... no puedo estar, no puedo vivir. Di a Dios, dilo alto y siempre y siempre; dilo pacientemente, obstinadamente: ¡sólo sin Ti no puedo estar, ni vivir, ni ser! No digas a la renuncia: tú eres la muerte de mi ser; dile más bien: ¡tú eres la aurora de la verdadera vida que en esta muerte comienza a vivir!
Clama por la firme claridad que no se deja ofuscar cuando la tentación se transfigura en ángel de luz; cuando el hombre que hay en ti y que es todo mentira, sabe colorear con mil razones tu caso, para hacerte creer que no tiene allí aplicación la común ley de Dios; cuando te enhila un sutil y hasta piadoso discurso para convencerte de que tu situación es excepcional y no hay que medirla con las medidas corrientes.
Ora para estar en forma contra la mística del pecado que ya San Pablo condenó cuando dijo: «¿Habremos de seguir pecando para que sobreabunde la gracia en nosotros? ¡Jamás!» (Rom., 6, 1). La gracia de Dios puede bien levantar al pobre pecador de su caída; ¡ay de aquél que, una vez caído, no quiere creer esto, que no quiere que Dios sea más grande que su propia culpa! Pero, ¡ay de aquél también que, estando en pie, quiere caer para dar a Dios ocasión de volverle a levantar! ¿De dónde sabes que Dios te levantará en efecto? ¡Hay pecados contra el Espíritu Santo que no son perdonados en este mundo ni en el otro! Él que quiere gozar de la salvación a fuerza de caer, no está en verdad lejos de tal pecado. Y hoy acecha a muchos esta tentación. ¡Pide luz en la tentación!
Hemos de procurarnos un interno aparato registrador que nos advierta cuándo están en baja la fuerza y la alegría de nuestra alma, el bienestar interior que da la salud espiritual y el frescor de vida; que registre puntualmente cuándo entran en su lugar el mal humor, la flojedad, la irritabilidad, la acidia, el tedio y hastío de las cosas espirituales; que advierta cuándo se evapora o enflaquece nuestro amor a Dios y su carga comienza a oprimirnos en vez de sernos dulce y ligera.
Ese aparato registrador nos debería despertar para implorar de Dios en la oración, a tiempo, sin angustia, y con gozosa confianza, aquella interior solidez y firmeza, cuyo enflaquecimiento hemos advertido. Y esto tiene su aplicación mejor que nunca cuando una tentación nos ha hecho ya ver que comienza en nosotros un estado de debilitamiento del hombre espiritual. Entonces es justamente el caso y el deber de buscar a Dios. Acercándonos más a Dios es como huiremos el cerco fascinador del mal; si no, poco a poco, pero seguramente, envenenará nuestro espíritu, corazón y alma.
Él que no quiere ciertamente sucumbir a la tentación, pero tampoco quiere disipar por medio de la oración aquel clima de tibieza y flojedad interior tan propicio a la tentación, no saldrá victorioso. Porque ha desconocido la más honda esencia de la tentación. La tentación es siempre, en efecto, una invitación del amor divino. Y la respuesta a esta invitación se llama propiamente oración.
Oración al menos en algunas de sus múltiples formas. El que sufre bajo la presión de importunos pensamientos o impulsos del instinto, no será muchas veces lo mejor que ore expresamente, en el sentido ordinario de la palabra, pidiendo ser liberado de la tentación; con ello podría, para su mal, enredar aún más su interior atención en la trama de aquellos pensamientos e impulsos. En tal caso la oración indicada es la alegre confianza y seguridad en Dios, la despreocupada paz con que el hombre mira inconmovible el mundo libre de Dios y atiende a su trabajo, despreciando los terrores nocturnos de su interior, y listo y entonado pasa al orden del día. Pero aun esta táctica de lucha espiritual es también un buscar con la mirada a Dios, es
oración.
Un momento de la decisión es el asalto del enemigo a nuestra alma. Y en él vence el que ora. Porque está escrito: «Vigilad y orad para que no entréis en la tentación» (Mt 26, 41). La oración en la tentación es, por tanto, una oración en la decisión.