Jesús nació en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes. Entonces, unos Magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando:
-¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo.
Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó, y todo Jerusalén con él; convocó a los sumos pontífices y a los letrados del país, y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron:
-En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el Profeta:
«Y tú, Belén, tierra de Judá,
no eres ni mucho menos la última
de las ciudades de Judá;
pues de ti saldrá un jefe
que será el pastor de mi pueblo Israel.»
Entonces Herodes llamó en secreto a los Magos, para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles:
-Id y averiguad cuidadosamente qué hay del niño, y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo.
Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño. Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y, cayendo de rodillas, lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Y habiendo recibido en sueños un oráculo para que no volvieran a Herodes, se marcharon a su tierra por otro camino.
REFLEXIÓN (de la homilía del Papa Juan Pablo II el 6 de enero de 2002):
El tema de la luz domina las solemnidades de la Navidad y de la Epifanía, que antiguamente -y aún hoy en Oriente- estaban unidas en una sola y gran "fiesta de la luz". En el clima sugestivo de la Noche santa apareció la luz; nació Cristo, "luz de los pueblos". Él es el "sol que nace de lo alto" (Lc 1, 78), el sol que vino al mundo para disipar las tinieblas del mal e inundarlo con el esplendor del amor divino. El evangelista san Juan escribe: "La luz verdadera, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre" (Jn 1, 9).
"Dios es luz", recuerda también san Juan, sintetizando no una teoría gnóstica, sino "el mensaje que hemos oído de él" (1 Jn 1, 5), es decir, de Jesús. En el evangelio recoge las palabras que oyó de los labios del Maestro: "Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida" (Jn 8, 12).
Al encarnarse, el Hijo de Dios se manifestó como luz. No sólo luz externa, en la historia del mundo, sino también dentro del hombre, en su historia personal. Se hizo uno de nosotros, dando sentido y nuevo valor a nuestra existencia terrena. De este modo, respetando plenamente la libertad humana, Cristo se convirtió en "lux mundi, la luz del mundo". Luz que brilla en las tinieblas.
Hoy, solemnidad de la Epifanía, que significa "manifestación", se propone de nuevo con vigor el tema de la luz. Hoy el Mesías, que se manifestó en Belén a humildes pastores de la región, sigue revelándose como luz de los pueblos de todos los tiempos y de todos los lugares. Para los Magos, que acudieron de Oriente a adorarlo, la luz del "rey de los judíos que ha nacido" (Mt 2, 2) toma la forma de un astro celeste, tan brillante que atrae su mirada y los guía hasta Jerusalén. Así, les hace seguir los indicios de las antiguas profecías mesiánicas: "De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel..." (Nm 24, 17).
¡Cuán sugestivo es el símbolo de la estrella, que aparece en toda la iconografía de la Navidad y de la Epifanía! Aún hoy evoca profundos sentimientos, aunque como tantos otros signos de lo sagrado, a veces corre el riesgo de quedar desvirtuado por el uso consumista que se hace de él. Sin embargo, la estrella que contemplamos en el belén, situada en su contexto original, también habla a la mente y al corazón del hombre del tercer milenio. Habla al hombre secularizado, suscitando nuevamente en él la nostalgia de su condición de viandante que busca la verdad y anhela lo absoluto. La etimología misma del verbo desear -en latín, desiderare- evoca la experiencia de los navegantes, los cuales se orientan en la noche observando los astros, que en latín se llaman sidera.
¿Quién no siente la necesidad de una "estrella" que lo guíe a lo largo de su camino en la tierra? Sienten esta necesidad tanto las personas como las naciones. A fin de satisfacer este anhelo de salvación universal, el Señor se eligió un pueblo que fuera estrella orientadora para "todos los linajes de la tierra" (Gn 12, 3). Con la encarnación de su Hijo, Dios extendió luego su elección a todos los demás pueblos, sin distinción de raza y cultura. Así nació la Iglesia, formada por hombres y mujeres que, "reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido el mensaje de la salvación para proponérselo a todos" (Gaudium et spes, 1).
Por tanto, para toda la comunidad eclesial resuena el oráculo del profeta Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura: "¡Levántate, brilla, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora".
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