A continuación del acontecimiento extraordinario que tuvo lugar en el camino de Damasco, Saulo, que se distinguía por el celo con que perseguía a la Iglesia naciente, fue transformado en un apóstol incansable del Evangelio de Jesucristo. En el caso de este evangelizador extraordinario aparece claro que esa transformación no es resultado de una larga reflexión interior, y tampoco fruto de un esfuerzo personal. Es ante todo obra de la gracia de Dios que obró según sus caminos inescrutables.
Por ello san Pablo, al escribir a la comunidad de Corinto algunos años después de su conversión, afirma, como hemos escuchado en el primer pasaje de estas Vísperas: «Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado» (1 Co 15, 10).
Además, considerando con atención la vicisitud de san Pablo, se comprende cómo la transformación que él experimentó en su existencia no se limita al plano ético —como conversión de la inmoralidad a la moralidad—, ni al plano intelectual —como cambio del propio modo de comprender la realidad—; se trata, más bien, de una renovación radical del propio ser, similar, por muchos aspectos, a un volver a nacer.
Una transformación semejante tiene su fundamento en la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, y se delinea como un camino gradual de conformación a él. A la luz de esta consciencia, san Pablo, cuando a continuación será llamado a defender la legitimidad de su vocación apostólica y del Evangelio que anunciaba, dirá: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Ga 2, 20).
Por ello san Pablo, al escribir a la comunidad de Corinto algunos años después de su conversión, afirma, como hemos escuchado en el primer pasaje de estas Vísperas: «Por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia para conmigo no se ha frustrado» (1 Co 15, 10).
Además, considerando con atención la vicisitud de san Pablo, se comprende cómo la transformación que él experimentó en su existencia no se limita al plano ético —como conversión de la inmoralidad a la moralidad—, ni al plano intelectual —como cambio del propio modo de comprender la realidad—; se trata, más bien, de una renovación radical del propio ser, similar, por muchos aspectos, a un volver a nacer.
Una transformación semejante tiene su fundamento en la participación en el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, y se delinea como un camino gradual de conformación a él. A la luz de esta consciencia, san Pablo, cuando a continuación será llamado a defender la legitimidad de su vocación apostólica y del Evangelio que anunciaba, dirá: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Ga 2, 20).
La experiencia personal que vivió san Pablo le permitió esperar con fundada esperanza la realización de este misterio de transformación, que concernirá a todos aquellos que han creído en Jesucristo y también a toda la humanidad y a la creación entera.
En la segunda lectura breve que se ha proclamado esta tarde, san Pablo, después de desarrollar una larga argumentación destinada a reforzar en los fieles la esperanza de la resurrección, utilizando las imágenes tradicionales de la literatura apocalíptica contemporánea a él, describe en pocas líneas el gran día del juicio final, en el que se cumple el destino de la humanidad: «En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la última trompeta..., los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados» (1 Co 15, 52). Ese día, todos los creyentes serán conformados a Cristo y todo lo que es corruptible será transformado por su gloria: «Es preciso —dice san Pablo— que este cuerpo corruptible se vista de incorrupción, y que este cuerpo mortal se vista de inmortalidad» (v. 15, 53). Entonces, finalmente, el triunfo de Cristo será completo, porque, como nos dice el mismo san Pablo mostrando cómo se cumplen las antiguas profecías de las Escrituras, la muerte será vencida definitivamente y, con ella, el pecado que la hizo entrar en el mundo y la ley que fija el pecado sin dar la fuerza para vencerlo: «La muerte ha sido absorbida en la victoria. / ¿Dónde está, muerte, tu victoria? / ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? / El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley» (vv. 54-56).
San Pablo nos dice, por lo tanto, que todo hombre, mediante el bautismo en la muerte y resurrección de Cristo, participa en la victoria de Aquel que antes que todos venció a la muerte, comenzando un camino de transformación que se manifiesta ya desde ahora en una novedad de vida y que alcanzará su plenitud al final de los tiempos. Es muy significativo que el pasaje concluya con una acción de gracias: «¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!» (v. 57).
En la segunda lectura breve que se ha proclamado esta tarde, san Pablo, después de desarrollar una larga argumentación destinada a reforzar en los fieles la esperanza de la resurrección, utilizando las imágenes tradicionales de la literatura apocalíptica contemporánea a él, describe en pocas líneas el gran día del juicio final, en el que se cumple el destino de la humanidad: «En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la última trompeta..., los muertos resucitarán incorruptibles y nosotros seremos transformados» (1 Co 15, 52). Ese día, todos los creyentes serán conformados a Cristo y todo lo que es corruptible será transformado por su gloria: «Es preciso —dice san Pablo— que este cuerpo corruptible se vista de incorrupción, y que este cuerpo mortal se vista de inmortalidad» (v. 15, 53). Entonces, finalmente, el triunfo de Cristo será completo, porque, como nos dice el mismo san Pablo mostrando cómo se cumplen las antiguas profecías de las Escrituras, la muerte será vencida definitivamente y, con ella, el pecado que la hizo entrar en el mundo y la ley que fija el pecado sin dar la fuerza para vencerlo: «La muerte ha sido absorbida en la victoria. / ¿Dónde está, muerte, tu victoria? / ¿Dónde está, muerte, tu aguijón? / El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley» (vv. 54-56).
San Pablo nos dice, por lo tanto, que todo hombre, mediante el bautismo en la muerte y resurrección de Cristo, participa en la victoria de Aquel que antes que todos venció a la muerte, comenzando un camino de transformación que se manifiesta ya desde ahora en una novedad de vida y que alcanzará su plenitud al final de los tiempos. Es muy significativo que el pasaje concluya con una acción de gracias: «¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!» (v. 57).
El canto de victoria sobre la muerte se transforma en canto de acción de gracias elevado al Vencedor. También nosotros, esta tarde, celebrando la alabanza vespertina a Dios, queremos unir nuestra voz, nuestra mente y nuestro corazón a este himno de acción de gracias por lo que la gracia divina obró en el Apóstol de los gentiles y por el admirable designio salvífico que Dios Padre realiza en nosotros por medio del Señor Jesucristo.
Mientras elevamos nuestra oración, confiamos en ser también nosotros transformados y conformados a imagen de Cristo. Esto es verdad de modo especial en la oración por la unidad de los cristianos. En efecto, cuando imploramos el don de la unidad de los discípulos de Cristo, hacemos nuestro el deseo expresado por Jesucristo en la víspera de su pasión y muerte en la oración dirigida al Padre: «para que todos sean uno» (Jn 17, 21). Por este motivo, la oración por la unidad de los cristianos no es más que participación en la realización del proyecto divino para la Iglesia, y el compromiso activo por el restablecimientos de la unidad es un deber y una gran responsabilidad para todos.