Marcos 14,12-16. 22-26: Solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo (Ciclo B)


El primer día de los Ázimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dicen sus discípulos: 
¿Dónde quieres que vayamos a hacer los preparativos para que comas el cordero de Pascua?
 Entonces, envía a dos de sus discípulos y les dice:
Id a la ciudad; os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua; seguidle y allí donde entre, decid al dueño de la casa: ‘El Maestro dice: ¿Dónde está mi sala, donde pueda comer la Pascua con mis discípulos?’. Él os enseñará en el piso superior una sala grande, ya dispuesta y preparada; haced allí los preparativos para nosotros.
Los discípulos salieron, llegaron a la ciudad, lo encontraron tal como les había dicho, y prepararon la Pascua. 

Y mientras estaban comiendo, tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio y dijo:
Tomad, éste es mi cuerpo.
Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio, y bebieron todos de ella. Y les dijo:
Ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos. Yo os aseguro que ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el Reino de Dios.
Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos.

REFLEXIÓN (de la homilía de san Juan Pablo II, Papa; del 25 de junio de 2000)

"Tomad, esto es mi cuerpo (...); esta es mi sangre" (Mc 14, 22-23). Las palabras que pronunció Jesús durante la última Cena resuenan hoy en nuestra asamblea, mientras nos disponemos a clausurar el Congreso eucarístico internacional. Resuenan con singular intensidad, como una renovada consigna: "¡Tomad!". Cristo nos confía su Cuerpo entregado y su Sangre derramada. Nos los confía como hizo con los Apóstoles en el Cenáculo, antes de su supremo sacrificio en el Gólgota. Pedro y los demás comensales acogieron estas palabras con asombro y profunda emoción. Pero ¿podían comprender entonces cuán lejos los llevarían? Se cumplía en aquel momento la promesa que Jesús había hecho en la sinagoga de Cafarnaúm: "Yo soy el pan de vida, (...) el pan que yo daré, es mi carne, para la vida del mundo" (Jn 6,48.51). La promesa se cumplía en la víspera de la pasión, en la que Cristo se entregaría a sí mismo por la salvación de la humanidad.

"Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos" (Mc 14,24). En el Cenáculo Jesús habla de alianza. Es un término que los Apóstoles comprenden fácilmente, porque pertenecen al pueblo con el que Yahveh, como nos narra la primera lectura, había sellado la antigua alianza, durante el éxodo de Egipto. Tienen muy presentes en su memoria el monte Sinaí y Moisés, que había bajado de ese monte llevando la Ley divina grabada en dos tablas de piedra. No han olvidado que Moisés, después de haber tomado el "libro de la alianza", lo había leído en voz alta y el pueblo había aceptado, respondiendo: "Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho el Señor" (Ex 24,7). Así, se había establecido un pacto entre Dios y su pueblo, sellado con la sangre de animales inmolados en sacrificio. Por eso Moisés había rociado al pueblo diciendo: "Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según todas estas palabras" (Ex 24,8).

Así pues, los Apóstoles comprendieron bien la referencia a la antigua alianza. Pero ¿qué comprendieron de la nueva? Seguramente muy poco. Deberá bajar el Espíritu Santo a abrirles la mente. Sólo entonces comprenderán el sentido pleno de las palabras de Jesús. Comprenderán y se alegrarán.

"Este es el cáliz de mi sangre". La tarde del Jueves santo, los Apóstoles llegaron hasta el umbral del gran misterio. Cuando, terminada la cena, salieron con él hacia el huerto de los Olivos, no podían saber aún que las palabras que había pronunciado sobre el pan y el cáliz se cumplirían dramáticamente al día siguiente, en la hora de la cruz. Quizá ni siquiera en el día tremendo y glorioso
que la Iglesia llama feria sexta in parasceve -el Viernes santo-, se dieron cuenta de que lo que Jesús les había transmitido bajo las especies del pan y del vino contenía la realidad pascual.

En el evangelio de san Lucas hay un pasaje iluminador. Hablando de los dos discípulos de Emaús, el evangelista describe su desilusión: "Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel" (Lc 24,21). Este debió de ser también el sentimiento de los demás discípulos, antes de su encuentro con Cristo resucitado. Sólo después de la resurrección comenzaron a comprender que en la pascua de Cristo se había realizado la redención del hombre. El Espíritu Santo los guiaría luego a la verdad completa, revelándoles que el Crucificado había entregado su cuerpo y había derramado su sangre como sacrificio de expiación por los pecados de los hombres, por los pecados de todo el mundo.

También el autor de la carta a los Hebreos nos ofrece una clara síntesis del misterio: "Cristo (...) penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna" (Hb 9,11-12).

Hoy reafirmamos esta verdad en la Statio orbis de este Congreso eucarístico internacional, mientras, obedeciendo al mandato de Cristo, volvemos a hacer "en conmemoración suya" cuanto él realizó en el Cenáculo la víspera de su pasión.

"Tomad, esto es mi cuerpo. (...) Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos" (Mc 14,22.24). Desde esta plaza queremos repetir a los hombres y a las mujeres del tercer milenio este anuncio extraordinario: el Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros y se entregó en sacrificio por nuestra salvación. Nos da su cuerpo y su sangre como alimento para una vida nueva, una vida divina, ya no sometida a la muerte. Con emoción recibamos nuevamente este don de manos de Cristo, para que, por medio de nosotros, llegue a todas las familias y a todas las ciudades, a los lugares del dolor y a los centros de la esperanza de nuestro tiempo. La Eucaristía es don infinito de amor: bajo los signos del pan y del vino reconocemos y adoramos el sacrificio único y perfecto de Cristo, ofrecido por nuestra salvación y por la de toda la humanidad. La Eucaristía es realmente "el misterio que resume todas las maravillas que Dios realizó por nuestra salvación".

En el Cenáculo nació y renace continuamente la fe eucarística de la Iglesia. Al terminar el Congreso eucarístico, queremos volver espiritualmente a los orígenes, a la hora del Cenáculo y del Gólgota, para dar gracias por el don de la Eucaristía, don inestimable que Cristo nos ha dejado, don del que vive la Iglesia.