(De "Verdad y Orden. Homilías universitarias" del padre Romano Guardini, académico, sacerdote y teólogo italiano (1885-1968))
De los primeros hombres dice la Escritura que estaban en el Paraíso. ¿Qué significa esto?
También andan por ahí diversas ideas del Paraíso. Representaciones míticas: de las Islas Afortunadas, o del país de Hesperia, donde hay eterna primavera...
Ideas legendarias: del país de Jauja, donde no hay nada más que placer... La idea puede también asumir un tono sarcástico: entonces el paraíso se convierte en un sitio anodino y aburrido, en que el hombre da vueltas sin saber qué hacer consigo mismo, hasta que llega el pecado, y la vida empieza a valer la pena... Pobres ideas, con las que el hombre hundido rebaja algo cuya grandeza le avergüenza.
En el Génesis se dice: "El Señor Dios plantó un jardín en el Edén hacia Oriente, y puso allí al hombre al que había formado. Y el Señor Dios hizo crecer del suelo toda clase de árboles, de hermoso aspecto y buenos para comer; y el árbol de la vida en medio del jardín, y el árbol del conocimiento del bien y del mal... El Señor Dios tomó al hombre y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y guardara" (2, 8-9 y 15).
La Escritura, pues, nos presenta el Paraíso en la imagen de un jardín o parque, que ha puesto un soberano para su placer. El jardín está rodeado con cuidado, para que no pueda entrar nada que moleste. En él hay eso que el hombre meridional considera tan precioso: aguas frescas que fluyen inagotablemente; árboles que dan sombra; animales de muchas especies, hermosos de ver. Todo eso es imagen, y significa el mundo. Pero el mundo en tanto es vivido por un hombre que está él mismo en pura comunidad con Dios.
Miremos a la vida cotidiana para ver el alcance de esta idea. ¿Ocurre algo análogo en toda vida humana? Si hay alguien bondadoso y dispuesto a la ayuda, y deja lugar y libertad a su prójimo, mientras otro, en cambio, es estrecho de corazón y violento, y quiere que todo vaya según su mente, ¿ocurren en los mundos de sus vidas las mismas cosas? ¿Tiene en ellas el mismo carácter la existencia? ¿Se comportan las personas del mismo modo? Pues ciertamente, no. En el uno respiran libremente, tienen confianza, se sienten bien; en el otro tienen miedo, se preservan, se vuelven suspicaces. En sí, es el mismo mundo, son iguales hombres, pero ¡qué diferencia aquí y allá! Sin embargo, la diferencia la produce el espíritu de ambos; la irradiación que surge de su naturaleza. Pues todo hombre se forma su propio mundo, a partir del mundo general, por ser como es y como vive, como le llevan su manera y modo de ver.
Otro ejemplo. ¿No se dice: "Hoy me he levantado con el pie izquierdo", y todo va mal? Uno no se las arregla con las personas; aparecen los más variados obstáculos; los instrumentos no funcionan; las cosas se le caen a uno de las manos o se rompen; se piensa que aquél tiene una mirada hostil, que ese otro deja entrever intenciones enemistosas. Pero otro día todo es diferente. Los hombres parecen bienintencionados; las cosas se ensamblan propicias; la pluma y el martillo trabajan como por sí solos. ¿Qué significa eso?
Ayer, sin embargo, la realidad era la misma que hoy; los hombres, los mismos, los instrumentos y situaciones, iguales. Sí, es cierto, pero nosotros mismos somos diversos; nuestros pensamientos, nuestro temple, nuestros nervios. Unas veces, ajustados y seguros de sí mismos; otras veces intranquilos, de mal humor, confundidos por impulsos contradictorios. ¡Cómo no van a ir diferentes las cosas! Pues lo que se llama en realidad "mundo", es algo que se forma constantemente por el encuentro del hombre con lo dado.
Ahora imagínense ustedes que ese hombre en cuestión sea tal como ha salido de la mano de Dios: lleno de vida, fuerte, claro y santo. En su corazón, ninguna mentira, ninguna codicia, ni rebeldía ni violencia. Todo en él está abierto a Dios; en pura armonía con el que le ha creado. Todo está regido y penetrado por Su luz, seguro de Su amor, obediente a Su mandato. Si es tal hombre el que se pone ante: las cosas ¿qué mundo surge de su mirar, sentir, percibir, actuar? ¡El Paraíso! "Paraíso" es el mundo, tal como se forma constantemente en torno al hombre que es imagen de Dios y no quiere ser nada más que Su imagen; el que ama a Dios, el que Le obedece y asume constantemente al mundo en la sagrada unidad.
Ya ven ustedes que aquello de que se trata es algo totalmente diverso de lo que se dice desde un punto de vista naturalista, o romántico, o despreciador, o concupiscente. Ese Paraíso era el mundo que Dios había querido realmente; el segundo mundo que había de surgir constantemente del encuentro del hombre con el primer mundo. Y en él debía tener lugar y ser producido todo cuanto se llama vida humana y trabajo humano: conocimiento y comunidad, realización y arte; pero en gracia, verdad, pureza y obediencia.
Al considerarlo así, también nos resulta claro algo más: que esta situación no estaba asegurada, sino puesta a prueba. Que el sol se levanta cuando llega el momento; que una cosa caiga cuando se la suelta; que una materia arda cuando se la pone a una determinada temperatura: todo esto es seguro, pues las leyes de la Naturaleza lo garantizan. En cambio, la acción del hombre es libre, y libertad significa que la acción se produce en la forma del brotar, del surgimiento desde el origen interior que se posee a sí mismo. Aquí no hay ninguna seguridad, pues ésta inmediatamente destruiría la libertad. Aquí está todo expuesto.
Entonces ¿qué expuesta y arriesgada debe estar una situación que procede tan enteramente de la gracia y agrado de Dios como aquella que se llama Paraíso, en la cual el Señor de todas las cosas pone al hombre su mundo en las manos, para que el hombre construya en él su reino, que con eso mismo había de hacerse Reino de Dios? ¡Cómo debía pasar esto por la prueba de la fidelidad!
Por eso nos dicen luego que, "en medio del jardín", en el centro del entero conjunto divino que se llama "Paraíso", se eleva un signo por el cual el hombre está a prueba: "Y el Señor Dios hizo brotar de la tierra toda clase de árboles, hermosos de ver y buenos para comer... pero en medio del jardín, también el árbol del conocimiento del bien y del mal... Le mandó: De todos los árboles del jardín puedes comer; sólo del árbol del conocimiento del bien y del mal no puedes comer; pues el día que comas de él, morirás" (Gen., 2,9 y 16-17).
En ese árbol ha de decidirse si el hombre quiere vivir en la verdad de la semejanza a Dios o si tiene la pretensión de ser prototipo: si quiere ser criatura de Dios, o si pretende subsistir sobre lo suyo propio: si quiere amar a Dios y obedecerle, y a partir de ahí elevarse a una libertad cada vez mayor, o si quiere tomarse, a sí mismo y al mundo, bajo su propio dominio.
Ahí se decidió el destino del hombre: el de nuestros antepasados, y en ellos, el nuestro propio. Pero también —lo decimos con gran respeto— se decidió algo para Dios mismo. Pues la obra que Dios había llenado de tan divino sentido y que tanto amaba, la había puesto en manos del hombre, confiando en él para que la conservase con gloria y realizase en ella un trabajo que proseguiría la obra de Dios. Pero el hombre traicionó esa confianza, con el intento impío de quitarle a Dios Su mundo de las manos.