Juan 14,1-12: El camino, la verdad y la vida


En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos:
-No perdáis la calma, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias, si no os lo habría dicho, y me voy a prepararos sitio. Cuando vaya y os prepare sitio volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino.
Tomás le dice:
-Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo podemos saber el camino?
Jesús le responde:
-Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto.
Felipe le dice:
-Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
Jesús le replica:
-Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras. Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí. Si no, creed a las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores. Porque yo me voy al Padre.

REFLEXIÓN (de "Vida y misterio de Jesús de Nazaret" por José Luis Martín Descalzo):

¡Otra vez esa especie de diálogo de sordos al que parece que Jesús está condenado! Habla de su camino hacia la muerte y ellos se preguntan todavía qué nueva aventura va a emprender. ¿Tal vez ahora va a comenzar a evangelizar a los gentiles? Se ven ya cruzando con él los caminos del mundo a través de las grandes rutas que los romanos han extendido hasta Palestina. Pero él habla de otros caminos y de otro caminar.

En el antiguo testamento se hablaba repetidamente de los caminos de Dios. Señor —decía un salmo— enséñame tu camino; condúceme por el sendero de la verdad (27,11); Dichosos —decía otro— los que caminan por la ley de Yahvé (119,1). Yo corro—proclamaba en otro el justo— por el sendero de tus mandatos (119,32).

Pero he aquí que, de pronto, Jesús va mucho más allá. El camino ya no es una ley, no son unos mandatos. El camino es una persona. Jesús se proclama a sí mismo como única puerta de acceso al Padre, como único mediador hacia él.

Gemela a esta afirmación es la que sigue: él es la verdad. También en el antiguo testamento se repetían las afirmaciones de que la ley de Dios es la verdad, sus mandamientos son la verdad.

Mas ahora, de nuevo, Jesús se presenta como la verdad en persona. Juan en el prólogo de su evangelio le había presentado como lleno de verdad, como fuente de verdad. Ahora la verdad es él mismo.

Comentará con justicia Huby:
Al oír a Jesús predicar la verdad o apropiársela estaríamos tentados a creer que la verdad le estaba unida, sin identificarse a él, como un texto de ley subsiste distinto del legislador que lo promulga. Jesús corta por lo sano esta ilusión. La verdad no es una abstracción, la verdad no es de ningún modo una regla a la que se someta Cristo como algo que le está por encima. La verdad es una persona, la verdad es Dios y, puesto que Jesús es Dios personal y substancialmente, todo lo que aquí abajo lleva un reflejo de verdad, lleva un reflejo de Cristo y quienquiera que persiga con amor humilde una parcela de verdad, no es ya, en adelante, un extraño a Cristo.
Y esta verdad no es algo teórico. Para un judío la verdad y la vida son dos nombres de una misma realidad. La verdad vivifica. El Dios verdadero es un Dios de vivos, es un Dios vivo.

Así Jesús se proclama a sí mismo como el gran vivificador. El es fuente de vida, ha venido a salvar y no a condenar, el que cree en él vivirá. Dios es su nombre, fecundidad es su apellido, como dijo un poeta.

Esta triple realidad —camino, verdad, vida— Jesús no la posee por su sabiduría ni su genio humano, sino por su unidad con el Padre. Por eso pasa inmediatamente a hablar de él: Nadie viene al Padre sino por mí. Desde ahora ya le conocéis y le habéis visto.

Esta nueva afirmación desconcierta a los apóstoles. Y es Felipe, el intelectual, el teólogo del grupo, quien interviene. Conoce bien la Biblia. Recuerda cómo Moisés vio a Dios en el Sinaí, cómo Isaías le vio en el templo. Y piensa en la alegría de que también ellos pudieran ver a Dios en carne viva. Nada han deseado más, nada más grande sueñan. Si ellos lograran ver a Dios ya no temerían en absoluto quedarse solos, ya no les preocuparía la separación: Señor —dice— muéstranos al Padre, y eso nos basta.

En la frase hay una curiosa mezcla de fe e ignorancia. Cree que Jesús es capaz de enseñarles al Padre. Y no se da cuenta de que ver a Jesús es, en rigor, tanto como ver al Padre. Por eso Jesús le reprende sin aspereza, pero con una cierta pena, al comprobar su ceguera: —¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros y aún no me has conocido, Felipe? ¡Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre!

Esta noche Jesús ya no teme llegar a los más hondos misterios. Proclama que es distinto del Padre, pero tan grande como él, e inseparable de él. Los dos están unidos, el uno en el otro, el otro en el uno, existen el uno para el otro. Por eso quien ha visto a Cristo no necesita éxtasis ni visiones. Quien ha visto a Cristo ha visto a Dios.

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