Ya no hay caras risueñas,
son hasta peor que enojadas,
diríamos que cuadradas
de voces muy carraspeñas.
Es un mundo de aislamiento
con muros de enormes peñas,
candados y contraseñas
donde ya no entra el viento
ni tampoco el sentimiento.
Rompamos, pues, armaduras,
indiferencias tan duras;
que entren y salgan brisas
de lágrimas y sonrisas
bien sinceras y muy puras.
Se acabarán ya las prisas,
compartiremos el plato,
de Dios, cumpliendo el mandato,
de amarnos sin cortapisas.
Amén.