(De los sermones del beato Martín de León)
El profeta Jeremías, carísimos hermanos, descendiente de una familia sacerdotal, antes de formarse en el vientre fue conocido por el Señor, que llama a la existencia lo que no existe; antes de salir del seno materno fue consagrado, fue advertido de que debía permanecer virgen, y fue destinado a profetizar no sólo a los judíos, sino también a los paganos. Fue en su misión profética verídico; en sus exhortaciones a la penitencia dirigidas a los judíos, severo; en su llanto por los pecados del pueblo, piadoso; en la previsión de males futuros, agudo; en tolerar las adversidades, paciente y enérgico; en el trato con sus conciudadanos, apacible.
Pues bien, este tan santo varón, intuyendo el tiempo de la restauración humana y previendo —iluminado por el Espíritu Santo— la venida del Hijo de Dios, para consuelo del humano linaje, habla, inspirado por Dios, diciendo: Mirad que llegan días —oráculo del Señor— en que suscitaré a David un vástago legítimo; reinará como rey prudente, hará justicia y derecho en la tierra. Y lo llamarán con este nombre: «El Señor-nuestra-justicia».
El vástago legítimo es el Verbo, coeterno siempre con Dios Padre; en cambio, en el tiempo se encarnó de María, la Virgen, que desciende de la raíz de David. Y con razón se le llama también Vástago legítimo, de cuya justicia habla así el Profeta: El Señor es justo y ama la justicia, y los buenos verán su rostro. De él está escrito: Dios es un juez justo, fuerte y paciente. Lucha, pues, por librarnos de nuestros enemigos: es paciente aguantando lo que contra él hemos pecado.
Todos cuantos, por la fe en Cristo, son llamados hijos de Dios testimonian con asidua alabanza que él es el Rey de reyes y Señor de señores. Reinará, pues, como rey prudente, hará justicia y derecho en la tierra; pues en el juicio no despreciará al pobre, ni honrará al rico.
Por lo cual, nosotros, hermanos y señores míos, mientras vivimos todavía en el cuerpo, lavemos con lágrimas nuestros vicios y pecados; procuremos mejorar nuestra conducta; mostremos a nuestros prójimos una auténtica caridad; esforcémonos por cumplir sin fraude las promesas hechas a Dios; levantemos con gemidos nuestros corazones al mismo Hijo de Dios, que en su primera venida nos redimió y que en su segunda venida lo esperamos como juez de todos los hombres, a fin de que en aquella su terrible y gloriosísima venida no permita que perezcamos con los pecadores, sino merezcamos más bien oír de su boca, con los elegidos, aquella dulcísima voz: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Lo cual se digne concedernos el que con el mismo Padre y el Espíritu Santo, en Trinidad perfecta, vive y reina, Dios por todos los siglos de los siglos. Amén.