(Texto de Karl Rahner)
¡Oh, Dios mío!, cuando presto atención a la esperanza de eternidad que en mí alienta me asalta una extraña dificultad. Por una parte, rehuso hablar del «alma», que sólo a través del pórtico puede acceder a la vida. No me agrada hablar de la inmortalidad exclusiva del alma, puesto que yo me experimento a mí mismo como un ser inexcusablemente corporal, y esto sin hacer mención de otras dificultades teológicas que un tal lenguaje comportaría. Por otra parte, tiendo a imaginar aquel más allá en el que creo de modo totalmente abstracto y desmitoligizado. Con un tal pensamiento, ¿qué hacer de las nubes del cielo, las trompetas del juicio, la reunión de los muertos en el valle de Josafat, la súbita apertura de los sepulcros y demás cosas por el estilo? Las imágenes del más allá que ahora poseo me estragan y llegan a empequeñecerme cuando pienso que sólo en la muerte me adentraré en tu poder, en tu amor y en tu beatitud, sin saber cómo ocurrirá todo. Incluso estas frases que acabo de proferir quedan como cautivas de la «analogía» o semejanza de aproximación.
Así pues, ¿es mi fe en el más allá mi convicción en la resurrección de los muertos todavía demasiado poco «corpórea»? ¿Debo acaso preservarme de la sospecha de ser un puro espiritualista, con una fe cada vez más enteca? Me da, Señor, la impresión de que callas, dejándome sumido en la vacilación de mis fantasías. Voy a dejar a un lado ahora el esfuerzo por establecer los límites conceptuales entre el más allá y la resurrección propiamente dicha; se trataría de una ardua tarea que corresponde a la especulación teológica. Acaso me sea permitido ahora pensar que cuando rehuso esta o aquella imagen del más allá es porque puedo separar la realidad y su representación de ti y de la auténtica resurrección. En el fondo soy incapaz de aceptar del todo mis imágemes del más allá, como, por ejemplo, en qué silla voy a sentarme allí, si es que en el cielo he de tener un cuerpo que ubicar. Sin embargo, creo que puedo decir algo de todo este misterio, pues tu propia realidad y poder no tiene por qué anular todas estas realidades cuyas imágenes son supuestamente recusadas, sino que de modo sublime eres capaz de elevar cuanto el hombre imagina y siente.
Pienso que se toman las cosas demasiado a la ligera cuando uno cree poder desprenderse totalmente de la materia por suponer que ésta no puede referirse personalmente a tu intimidad. En tal situación cree uno quedarse sólo con lo espiritual como plenitud, como si no hubiera de planificarse todo cuando llegue la hora de la culminación total. Ciertamente que la materia y el espíritu experimentarán una transfiguración distinta en el momento en que se manifieste lo que seremos en ti. Sin embargo, la materia puede realísimamente y de forma radical ser elevada y transformada, cuando se cumpla el instante en que advenga nuestra consumación. Sí, Señor, Tú estás muy por encima de nuestras abstracciones y distinciones. Mas de modo para nosotros incomprensible estás próximo a todo lo que nosotros, no sin cierta razón, percibimos infinitamente lejos de ti. Tú, en efecto, no eres sólo el creador de las cosas más encumbradas, sino el origen de todo. Si no pudiera con razón decirse que Tú estás próximo a la misma materia, podría llegarse a pensar que no la creaste y, como sostienen algunos filósofos, terminaría por creerse que ella es el «antiDios».
Por todo esto me gozo en la resurrección. Esta cláusula de nuestra fe no contiene una declaración acerca de una partícula secundaria del mundo. Se trata, más bien, de la afirmación radical en la que Tú, ¡oh, Señor!, no estás como algo extraño y como una realidad con un carácter puramente negativo. Tú has constituido también la materia como el origen más hondo de toda la realidad que se halla en evolución hasta llegar a las cumbres del espíritu con tu misma fuerza. Cuando hablo del cumplimiento exacto de mi existencia he de referirme al ver, a la danza, al gozo jocundo, al gusto y al paladeo, al tacto agradable. No obstante, desconozco cuál ha de ser el puesto de todas estas cosas junto a la visión inmediata de Dios, cabe la eterna e inaprehensible realidad y gloria. Sin embargo, este robusto discurso no puede convertirse en un espiritualismo tan poderoso que termine en un tenue discurso espiritual y metafísico, sólo en apariencia más fácil de entender que sus contrarios. Cuando llegue el día de la plenitud nos veremos sorprendidos de cómo todo será distinto a nuestras fantasías. Ello será así porque la transformación final se adecuará sorprendentemente al actual estado de nuestro ser. Mi espíritu y mi carne se regocijarán en Dios, mi salvador. Y ya que en la eternidad no contará el tiempo, me es indiferente la consideración de si mediará alguna dilación entre la plenificación personal del espíritu y lo que llamamos resurrección. Señor, yo espero en paciencia y esperanza. Espero como un ciego a quien se le ha prometido la irrupción de una luz. Espero en la resurrección de los muertos y de la carne.