El recado del versículo 2 de capítulo 19 del Libro del Levítico, enviado por Dios, por medio de Moisés a los israelitas: "Habla en estos términos a toda la comunidad de Israel: Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo", en principio puede ser juzgado por cualquiera como una meta inalcanzable; pero luego el mismo texto nos es explicado más adelante con submetas más aterrizadas a nuestra realidad y que pueden ser mejor entendidas y aplicadas paso a paso: no odiar de corazón, no guardar rencor, amar al prójimo, corregir, etc. Se no da desde allí un esquema para poder emprender el camino a la perfección, es decir a la santidad.
Sin embargo, para un pueblo que estaba siendo conducido a un camino diferente al del resto de la humanidad muchas leyes tenían que ser dictadas para conducirlo a terreno seguro, evitando la contaminación por influencia e imitación reinante en la realidad de ese entonces. Así podría parecernos fuera del ideal de un Padre amoroso que se dictase una recomendación como el "ojo por ojo, diente por diente", sin embargo esa era, en aquella época, una avanzada de evitar entonces el usual abuso avasallante y destructivo del contrario: la respuesta debía ser sólo, y no más que, de una magnitud proporcional al daño que se había recibido.
Sin embargo, ese conjunto de normas intentó ser aplicado tan sólo como precepto donde el sentimiento del corazón no contaba; sólo era importante la letra.
Jesús viene varios siglos después no a abolir, sinó a a darle correcta interpretación a esas leyes y mandatos que deben conducirnos alcanzar el llamado a la perfección, a la santidad. Ese camino se nos expresa, en el Sermón de la montaña, a modo de una actualización a la interpretación diciendo; El Señor nos dice con autoridad: "Está mandado...; pues yo les digo...", también: "Han oído que se dijo...; yo en cambio le digo..." en ambos casos contraponiendo a la letra aislada, pura y simple, la misericordia y el amor que no puede faltar en ella.
Con ese nuevo enfoque, Jesús reorienta el amor al prójimo. El amor de que nos habla es ya no sólo al pariente o al compueblano; es a todo el mundo, incluyendo no sólo al que no conocemos, sino también al enemigo, al que nos ofende, al que no le caemos, o no nos cae él a nosotros, bien.
¿Es fácil? Claro que para nosotros no lo es. ¿Podemos hacerlo con nuestras propias fuerzas? Por supuesto que no.
Pero Jesús nos ha dado su Santo Espíritu, el Espíritu de su Padre que hemos recibido en el Sacramento Bautismal y que renovamos y reforzamos cada vez que lo pedimos con ansias y fe. Somos Templo del Espíritu Santo, nos dice san Pablo en la Primera Carta a los Corintios; ese Espíritu nos lleva a actuar como Cristo. Así pudo san Esteban perdonar a sus verdugos a imitación de Cristo; así tantos otros santos y modelo de santidad han podido atravesar ese sendero. Dios nos ama a sabiendas de nuestros pecados y ofensas, si tenemos su Espíritu en nosotros, ¿por qué no perdonar a los que nos ofenden?, ¿por qué no amar a todos como Él nos ama a nosotros?
Ese es el camino de la perfección, el sendero de la santidad: imitar a Cristo; fortalecidos con su Espíritu Santo siempre caminar procurando practicar el amor y la justicia. Como he dicho en otras ocasiones: ante las disyuntivas y decisiones, siempre preguntarnos ¿qué haría Cristo en una situación como esta?, y actuar de acuerdo a lo que hemos aprendido de Él. Así seremos como quiere Jesús que seamos: perfectos, santos, como su Padre que Él, con su propio sacrificio, ha hecho también Padre nuestro. Amén.