(De los sermones de Pedro de Blois)
Cristo, que recibió el Espíritu sin medida, dio dones a los hombres y no cesa de repartirlos. De su plenitud todos hemos recibido, y nada se libra de su calor. Tiene una hoguera en Sión, un horno en Jerusalén. Este es el fuego que Cristo ha venido a prender en el mundo. Por eso también se apareció en lenguas de fuego sobre los apóstoles, para que una ley de fuego fuera predicada por lenguas de fuego. De este fuego dice Jeremías: Desde el cielo ha lanzado un fuego que se me ha metido en los huesos. Porque en Cristo el Espíritu Santo habitó plena y corporalmente. Y es él quien derramó de su Espíritu sobre todos: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Y añade: Hay diversidad de dones, hay diversidad de servicios y hay diversidad de funciones, pero un mismo y único Espíritu que reparte a cada uno en particular como a él le parece.
En función de esta diversidad de carismas el Espíritu es designado a veces como fuego, otras como óleo, como vino o como agua. Es fuego porque siempre inflama en el amor, y porque una vez que prende no deja de arder, esto es, de amar ardientemente. He venido —dice— a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! El Espíritu Santo es óleo en razón de sus diversas propiedades. Es connatural al aceite flotar sobre todos los demás líquidos. Así también la gracia del Espíritu Santo, que con su amor generoso desborda los méritos y deseos de los que le suplican, es más excelente que todos los dones y que todos los bienes. El aceite es medicinal, porque mitiga los dolores; y también el Espíritu Santo es verdadera-mente óleo, porque es el Consolador. El aceite por naturaleza no puede mezclarse; y el Espíritu Santo es una fuente con la que ninguna otra puede entrar en comunión.
Tenemos, pues, que el Espíritu Santo es designado unas veces como fuego y otras como óleo. En efecto, dos veces les fue dado el Espíritu a los apóstoles: la primera antes de la pasión, y la segunda después de la resurrección. Observa lo grande que es en ellos la fuente del ardor: no basta con verter aceite, hay que calentarlo; no basta con acercar el fuego, hay que rociar el fuego con aceite. Inflamados por este fuego los discípulos, salieron del consejo contentos, gloriándose en las tribulaciones. El lengua-je del príncipe de los apóstoles era éste: Dichosos vosotros, si tenéis que sufrir por Cristo. Se os ha dado —dice— la gracia no sólo de creer en Jesucristo, sino también de padecer por él.
El Espíritu Santo es vino que alegra el corazón del hombre. Este vino no se echa en odres viejos. El Espíritu Santo es agua: El que tenga sed —dice—, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. El Espíritu Santo es más dulce que la miel: oremos, pues, con espíritu de humildad, al Espíritu Santo, para que derrame sobre nuestros corazones el rocío de su bendición, la llovizna de sus dones espirituales y una lluvia copiosa para lavar nuestras conciencias; infunda el aceite de júbilo y el incendio de su amor en nuestros corazones Jesucristo, a quien el Padre ungió, en quien depositó la plenitud de la unción y de la bendición, para que todos recibiéramos de su plenitud. A él el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Cristo, que recibió el Espíritu sin medida, dio dones a los hombres y no cesa de repartirlos. De su plenitud todos hemos recibido, y nada se libra de su calor. Tiene una hoguera en Sión, un horno en Jerusalén. Este es el fuego que Cristo ha venido a prender en el mundo. Por eso también se apareció en lenguas de fuego sobre los apóstoles, para que una ley de fuego fuera predicada por lenguas de fuego. De este fuego dice Jeremías: Desde el cielo ha lanzado un fuego que se me ha metido en los huesos. Porque en Cristo el Espíritu Santo habitó plena y corporalmente. Y es él quien derramó de su Espíritu sobre todos: En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común. Y añade: Hay diversidad de dones, hay diversidad de servicios y hay diversidad de funciones, pero un mismo y único Espíritu que reparte a cada uno en particular como a él le parece.
En función de esta diversidad de carismas el Espíritu es designado a veces como fuego, otras como óleo, como vino o como agua. Es fuego porque siempre inflama en el amor, y porque una vez que prende no deja de arder, esto es, de amar ardientemente. He venido —dice— a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! El Espíritu Santo es óleo en razón de sus diversas propiedades. Es connatural al aceite flotar sobre todos los demás líquidos. Así también la gracia del Espíritu Santo, que con su amor generoso desborda los méritos y deseos de los que le suplican, es más excelente que todos los dones y que todos los bienes. El aceite es medicinal, porque mitiga los dolores; y también el Espíritu Santo es verdadera-mente óleo, porque es el Consolador. El aceite por naturaleza no puede mezclarse; y el Espíritu Santo es una fuente con la que ninguna otra puede entrar en comunión.
Tenemos, pues, que el Espíritu Santo es designado unas veces como fuego y otras como óleo. En efecto, dos veces les fue dado el Espíritu a los apóstoles: la primera antes de la pasión, y la segunda después de la resurrección. Observa lo grande que es en ellos la fuente del ardor: no basta con verter aceite, hay que calentarlo; no basta con acercar el fuego, hay que rociar el fuego con aceite. Inflamados por este fuego los discípulos, salieron del consejo contentos, gloriándose en las tribulaciones. El lengua-je del príncipe de los apóstoles era éste: Dichosos vosotros, si tenéis que sufrir por Cristo. Se os ha dado —dice— la gracia no sólo de creer en Jesucristo, sino también de padecer por él.
El Espíritu Santo es vino que alegra el corazón del hombre. Este vino no se echa en odres viejos. El Espíritu Santo es agua: El que tenga sed —dice—, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. El Espíritu Santo es más dulce que la miel: oremos, pues, con espíritu de humildad, al Espíritu Santo, para que derrame sobre nuestros corazones el rocío de su bendición, la llovizna de sus dones espirituales y una lluvia copiosa para lavar nuestras conciencias; infunda el aceite de júbilo y el incendio de su amor en nuestros corazones Jesucristo, a quien el Padre ungió, en quien depositó la plenitud de la unción y de la bendición, para que todos recibiéramos de su plenitud. A él el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.