(Texto de san Bernardo de Claraval)
En distintas ocasiones y de muchas maneras no sólo habló Dios por los profetas, sino que fue visto por los profetas. Lo conoció David hecho poco inferior a los ángeles; Jeremías lo vio incluso viviendo entre los hombres; Isaías nos asegura que lo vio unas veces sobre un trono excelso, y otras no sólo inferior a los ángeles o entre los hombres, sino como leproso, es decir, no sólo en la carne, sino en una carne pecadora como la nuestra.
También tú, si deseas verlo sublime, cuida de ver primero a Jesús humilde. Vuelve primero los ojos a la serpiente elevada en el desierto, si deseas ver al Rey sentado en su trono. Que esta visión te humille, para que aquélla exalte al humillado. Que ésta reprima y cure tu hinchazón, para que aquélla colme y sacie tu deseo. ¿Lo ves anonadado? Que no sea ociosa esta visión, pues no podrías ociosamente contemplar al exaltado. Cuando lo vieres tal cual es, serás semejante a él; sé ya desde ahora semejante a él, viéndolo tal cual por ti se ha hecho él.
Pues si ni en la humildad desdeñas ser semejante a él, seguramente te esperará también la semejanza con él en la gloria. Nunca permitirá él que sea excluido de la comunión en la gloria el que haya participado en su tribulación. Finalmente, hasta tal punto no desdeña admitir consigo en el reino a quien hubiere compartido su pasión, que el ladrón que le confesó en la cruz estuvo aquel mismo día con él en el paraíso. He aquí por qué dijo también a los Apóstoles: Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas y yo os transmito el reino. Y dado que si sufrimos con él también reinaremos con él, sea entre tanto, hermanos, nuestra meditación Cristo, y éste crucificado. Grabémosle como un sello en nuestro corazón, como un sello en nuestro brazo. Abracémosle con los brazos de un amor recíproco, sigámoslo con el empeño de una vida santa. Este es el camino por el que se nos muestra él mismo, que es la salvación de Dios, pero no ya privado de belleza y esplendor, sino con tanta claridad, que su gloria llena la tierra.
También tú, si deseas verlo sublime, cuida de ver primero a Jesús humilde. Vuelve primero los ojos a la serpiente elevada en el desierto, si deseas ver al Rey sentado en su trono. Que esta visión te humille, para que aquélla exalte al humillado. Que ésta reprima y cure tu hinchazón, para que aquélla colme y sacie tu deseo. ¿Lo ves anonadado? Que no sea ociosa esta visión, pues no podrías ociosamente contemplar al exaltado. Cuando lo vieres tal cual es, serás semejante a él; sé ya desde ahora semejante a él, viéndolo tal cual por ti se ha hecho él.
Pues si ni en la humildad desdeñas ser semejante a él, seguramente te esperará también la semejanza con él en la gloria. Nunca permitirá él que sea excluido de la comunión en la gloria el que haya participado en su tribulación. Finalmente, hasta tal punto no desdeña admitir consigo en el reino a quien hubiere compartido su pasión, que el ladrón que le confesó en la cruz estuvo aquel mismo día con él en el paraíso. He aquí por qué dijo también a los Apóstoles: Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas y yo os transmito el reino. Y dado que si sufrimos con él también reinaremos con él, sea entre tanto, hermanos, nuestra meditación Cristo, y éste crucificado. Grabémosle como un sello en nuestro corazón, como un sello en nuestro brazo. Abracémosle con los brazos de un amor recíproco, sigámoslo con el empeño de una vida santa. Este es el camino por el que se nos muestra él mismo, que es la salvación de Dios, pero no ya privado de belleza y esplendor, sino con tanta claridad, que su gloria llena la tierra.