(Texto de san Cirilo de Alejandría)
Existen magníficos ejemplos de caridad, tanto de la caridad para con Dios como de la que tiene al prójimo como objetivo, y en estos dos preceptos radica el cumplimiento de la ley. Y todo el que llegue a este grado de gloria, será ilustre y digno de admiración y se le tendrá por uno de los más fieles siervos de Dios, cuando Cristo proclame en alta voz: Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu Señor.
Entrará, pues, y entrará inmediatamente en aquella celestial Jerusalén, habitará en aquellas mansiones celestiales y disfrutará de unos bienes que superan nuestra capacidad de comprensión y de expresión. Algo de esto insinúa el profeta Isaías cuando dice: Tus ojos verán a Jerusalén, morada tranquila, tienda estable, cuyas estacas no se arrancarán, cuyas cuerdas no se soltarán; porque —como dicen las Escrituras— la representación de este mundo se termina; en cambio, aquella esperanza de los bienes futuros es firmísima e inconmovible.
Ahora bien, cuando se disuelvan las cosas presentes, conviene que se nos encuentre santos e inmaculados en su presencia, venerándole con hostias espirituales como Salvador y Redentor y observando una conducta santa, intachable y conforme a los preceptos evangélicos. Este venerable género de vida, digno de toda admiración, se lo bosquejó ya la ley a aquellos hombres primitivos, cuando ordenó sacrificar animales y presentar oblaciones cruentas; les mandó además consagrar a Dios las décimas y las primicias, y finalmente, les prescribió la presentación de ofrendas de acción de gracias por los beneficios recibidos. Pero estableció que todo esto no se hiciera fuera del tabernáculo.
Además, la ley consagró a Dios a la selecta estirpe de los levitas, con lo cual nos dio una figura que nos concernía: pues en las sagradas Escrituras se nos llama raza elegida sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad, a nosotros que por añadidura entramos en un tabernáculo más verdadero, construido por Dios y no por el hombre, es decir, en la Iglesia. Y no para agradar al Creador de todas las cosas con becerros y machos cabríos, sino porque, adornados con una fe recta e inmaculada, quemamos víctimas espirituales en olor de suavidad, con una comprensión mucho más profunda. Esos son los sacrificios que agradan a Dios; y los que lo adoran —como dijo nuestro Salvador— deben adorarlo en espíritu y en verdad.
Existen magníficos ejemplos de caridad, tanto de la caridad para con Dios como de la que tiene al prójimo como objetivo, y en estos dos preceptos radica el cumplimiento de la ley. Y todo el que llegue a este grado de gloria, será ilustre y digno de admiración y se le tendrá por uno de los más fieles siervos de Dios, cuando Cristo proclame en alta voz: Muy bien. Eres un empleado fiel y cumplidor; como has sido fiel en lo poco, te daré un cargo importante; pasa al banquete de tu Señor.
Entrará, pues, y entrará inmediatamente en aquella celestial Jerusalén, habitará en aquellas mansiones celestiales y disfrutará de unos bienes que superan nuestra capacidad de comprensión y de expresión. Algo de esto insinúa el profeta Isaías cuando dice: Tus ojos verán a Jerusalén, morada tranquila, tienda estable, cuyas estacas no se arrancarán, cuyas cuerdas no se soltarán; porque —como dicen las Escrituras— la representación de este mundo se termina; en cambio, aquella esperanza de los bienes futuros es firmísima e inconmovible.
Ahora bien, cuando se disuelvan las cosas presentes, conviene que se nos encuentre santos e inmaculados en su presencia, venerándole con hostias espirituales como Salvador y Redentor y observando una conducta santa, intachable y conforme a los preceptos evangélicos. Este venerable género de vida, digno de toda admiración, se lo bosquejó ya la ley a aquellos hombres primitivos, cuando ordenó sacrificar animales y presentar oblaciones cruentas; les mandó además consagrar a Dios las décimas y las primicias, y finalmente, les prescribió la presentación de ofrendas de acción de gracias por los beneficios recibidos. Pero estableció que todo esto no se hiciera fuera del tabernáculo.
Además, la ley consagró a Dios a la selecta estirpe de los levitas, con lo cual nos dio una figura que nos concernía: pues en las sagradas Escrituras se nos llama raza elegida sacerdocio real, nación consagrada, pueblo de su propiedad, a nosotros que por añadidura entramos en un tabernáculo más verdadero, construido por Dios y no por el hombre, es decir, en la Iglesia. Y no para agradar al Creador de todas las cosas con becerros y machos cabríos, sino porque, adornados con una fe recta e inmaculada, quemamos víctimas espirituales en olor de suavidad, con una comprensión mucho más profunda. Esos son los sacrificios que agradan a Dios; y los que lo adoran —como dijo nuestro Salvador— deben adorarlo en espíritu y en verdad.