(De los sermones de San Bernardo, abad)
Hora es ya de que consideremos el tiempo mismo en que vino el Salvador. Vino, en efecto –como sin duda bien sabéis– no al comienzo, no a la mitad, sino al final de los tiempos. Y esto no se hizo porque sí, sino que, conociendo la Sabiduría la propensión de los hijos de Adán a la ingratitud, dispuso muy sabiamente prestar su auxilio cuando éste era más necesario. Realmente atardecía y el día iba ya de caída; el Sol de justicia se había prácticamente puesto por completo, de suerte que su resplandor y su calor eran seriamente escasos sobre la tierra. La luz del conocimiento de Dios era francamente insignificante y, al crecer la maldad, se había enfriado el fervor de la caridad.
Ya no se aparecían ángeles ni se oía la voz de los profetas; habían cesado como vencidos por la desesperanza, debido precisamente a la increíble dureza y obstinación de los hombres. Entonces yo digo –son palabras del hijo–: «Aquí estoy». Oportunamente, pues, llegó la eternidad, cuando más prevalecía la temporalidad. Porque –para no citar más que un ejemplo– era tan grande en aquel tiempo la misma paz temporal, que al edicto de un solo hombre se llevó a cabo el censo del mundo entero.
Conocéis ya la persona del que viene y la ubicación de ambos: de aquel de quien procede y de aquel a quien viene; no ignoráis tampoco el motivo y el tiempo de su venida. Una sola cosa resta por saber: es decir, el camino por el que viene, camino que hemos también de indagar diligentemente, para que, como es justo, podamos salirle al encuentro. Sin embargo, así como para operar la salvación en medio de la tierra, vino una sola vez en carne visible, así también, para salvar las almas individuales, viene cada día en espíritu e invisible, como está escrito: Nuestro aliento vital es el Ungido del Señor. Y para que comprendas que esta venida es oculta y espiritual, dice: A su sombra viviremos entre las naciones. En consecuencia, es justo que si el enfermo no puede ir muy lejos al encuentro de médico tan excelente, haga al menos un esfuerzo por alzar la cabeza e incorporarse un tanto en atención al que se acerca.
No tienes necesidad, oh hombre, de atravesar los mares ni de elevarte sobre las nubes y traspasar los Alpes; no, no es tan largo el camino que se te señala: sal al encuentro de tu Dios dentro de ti mismo. Pues la palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón. Sal a su encuentro con la compunción del corazón y la confesión sobre los labios, para que al menos salgas del estercolero de tu conciencia miserable, pues sería indigno que entrara allí el Autor de la pureza.
Lo dicho hasta aquí se refiere a aquella venida, con la que se digna iluminar poderosamente las almas de todos y cada uno de los hombres.
Ya no se aparecían ángeles ni se oía la voz de los profetas; habían cesado como vencidos por la desesperanza, debido precisamente a la increíble dureza y obstinación de los hombres. Entonces yo digo –son palabras del hijo–: «Aquí estoy». Oportunamente, pues, llegó la eternidad, cuando más prevalecía la temporalidad. Porque –para no citar más que un ejemplo– era tan grande en aquel tiempo la misma paz temporal, que al edicto de un solo hombre se llevó a cabo el censo del mundo entero.
Conocéis ya la persona del que viene y la ubicación de ambos: de aquel de quien procede y de aquel a quien viene; no ignoráis tampoco el motivo y el tiempo de su venida. Una sola cosa resta por saber: es decir, el camino por el que viene, camino que hemos también de indagar diligentemente, para que, como es justo, podamos salirle al encuentro. Sin embargo, así como para operar la salvación en medio de la tierra, vino una sola vez en carne visible, así también, para salvar las almas individuales, viene cada día en espíritu e invisible, como está escrito: Nuestro aliento vital es el Ungido del Señor. Y para que comprendas que esta venida es oculta y espiritual, dice: A su sombra viviremos entre las naciones. En consecuencia, es justo que si el enfermo no puede ir muy lejos al encuentro de médico tan excelente, haga al menos un esfuerzo por alzar la cabeza e incorporarse un tanto en atención al que se acerca.
No tienes necesidad, oh hombre, de atravesar los mares ni de elevarte sobre las nubes y traspasar los Alpes; no, no es tan largo el camino que se te señala: sal al encuentro de tu Dios dentro de ti mismo. Pues la palabra está cerca de ti: la tienes en los labios y en el corazón. Sal a su encuentro con la compunción del corazón y la confesión sobre los labios, para que al menos salgas del estercolero de tu conciencia miserable, pues sería indigno que entrara allí el Autor de la pureza.
Lo dicho hasta aquí se refiere a aquella venida, con la que se digna iluminar poderosamente las almas de todos y cada uno de los hombres.