(De las cartas de San León Magno, papa)
De nada sirve reconocer a nuestro Señor como hijo de la bienaventurada Virgen María y como hombre verdadero y perfecto, si no se le cree descendiente de aquella estirpe que en el Evangelio se le atribuye.
Pues dice Mateo: Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán; y a continuación viene el orden de su origen humano hasta llegar a José, con quien se hallaba desposada la madre del Señor.
Lucas, por su parte, retrocede por los grados de ascendencia y se remonta hasta el mismo origen del linaje humano, con el fin de poner de relieve que el primer Adán y el último Adán son de la misma naturaleza.
Para enseñar y justificar a los hombres, la omnipotencia del Hijo de Dios podía haber aparecido, por supuesto, del mismo modo que había aparecido ante los patriarcas y los profetas, es decir, bajo apariencia humana: por ejemplo, cuando trabó con ellos un combate o mantuvo una conversación, cuando no rehuyó la hospitalidad que se le ofrecía y comió los alimentos que le presentaban.
Pero aquellas imágenes eran indicios de este hombre; y las significaciones místicas de estos indicios anunciaban que él había de pertenecer en realidad a la estirpe de los padres que le antecedieron.
Y, en consecuencia, ninguna de aquellas figuras era el cumplimiento del misterio de nuestra reconciliación, dispuesto desde la eternidad, porque el Espíritu Santo aún no había descendido a la Virgen ni la virtud del Altísimo la había cubierto con su sombra, para que la Palabra hubiera podido ya hacerse carne dentro de las virginales entrañas, de modo que la Sabiduría se construyera su propia casa; el Creador de los tiempos no había nacido aún en el tiempo, haciendo que la forma de Dios y la de siervo se encontraran en una sola persona; y aquel que había creado todas las cosas no había sido engendrado todavía en medio de ellas.
Pues de no haber sido porque el hombre nuevo, encarnado en una carne pecadora como la nuestra, aceptó nuestra antigua condición y, consustancial como era con el Padre, se dignó a su vez hacerse consustancial con su madre, y, siendo como era el único que se hallaba libre de pecado, unió consigo nuestra naturaleza, la humanidad hubiera seguido para siempre bajo la cautividad del demonio. Y no hubiésemos podido beneficiarnos de la victoria del triunfador, si su victoria se hubiera logrado al margen de nuestra naturaleza.
Por esta admirable participación ha brillado para nosotros el misterio de la regeneración, de tal manera que, gracias al mismo Espíritu por cuya virtud Cristo fue concebido y nació, hemos nacido de nuevo de un origen espiritual.
Por lo cual, el evangelista dice de los creyentes: Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
De nada sirve reconocer a nuestro Señor como hijo de la bienaventurada Virgen María y como hombre verdadero y perfecto, si no se le cree descendiente de aquella estirpe que en el Evangelio se le atribuye.
Pues dice Mateo: Genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán; y a continuación viene el orden de su origen humano hasta llegar a José, con quien se hallaba desposada la madre del Señor.
Lucas, por su parte, retrocede por los grados de ascendencia y se remonta hasta el mismo origen del linaje humano, con el fin de poner de relieve que el primer Adán y el último Adán son de la misma naturaleza.
Para enseñar y justificar a los hombres, la omnipotencia del Hijo de Dios podía haber aparecido, por supuesto, del mismo modo que había aparecido ante los patriarcas y los profetas, es decir, bajo apariencia humana: por ejemplo, cuando trabó con ellos un combate o mantuvo una conversación, cuando no rehuyó la hospitalidad que se le ofrecía y comió los alimentos que le presentaban.
Pero aquellas imágenes eran indicios de este hombre; y las significaciones místicas de estos indicios anunciaban que él había de pertenecer en realidad a la estirpe de los padres que le antecedieron.
Y, en consecuencia, ninguna de aquellas figuras era el cumplimiento del misterio de nuestra reconciliación, dispuesto desde la eternidad, porque el Espíritu Santo aún no había descendido a la Virgen ni la virtud del Altísimo la había cubierto con su sombra, para que la Palabra hubiera podido ya hacerse carne dentro de las virginales entrañas, de modo que la Sabiduría se construyera su propia casa; el Creador de los tiempos no había nacido aún en el tiempo, haciendo que la forma de Dios y la de siervo se encontraran en una sola persona; y aquel que había creado todas las cosas no había sido engendrado todavía en medio de ellas.
Pues de no haber sido porque el hombre nuevo, encarnado en una carne pecadora como la nuestra, aceptó nuestra antigua condición y, consustancial como era con el Padre, se dignó a su vez hacerse consustancial con su madre, y, siendo como era el único que se hallaba libre de pecado, unió consigo nuestra naturaleza, la humanidad hubiera seguido para siempre bajo la cautividad del demonio. Y no hubiésemos podido beneficiarnos de la victoria del triunfador, si su victoria se hubiera logrado al margen de nuestra naturaleza.
Por esta admirable participación ha brillado para nosotros el misterio de la regeneración, de tal manera que, gracias al mismo Espíritu por cuya virtud Cristo fue concebido y nació, hemos nacido de nuevo de un origen espiritual.
Por lo cual, el evangelista dice de los creyentes: Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios.