(Texto de Gregorio de Palamás)
Los que tuvieren una fe recta en nuestro Señor Jesucristo y mostraren su fe con las obras; los que, atentos a sí mismos, se purificaren de la inmundicia de sus pecados mediante la confesión y la penitencia; los que se ejercitaren en las virtudes opuestas a los vicios: en la templanza, la castidad, la caridad, la limosna, la justicia y la verdad, todos éstos, resucitados, escucharán al mismo rey de los cielos: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo, y así reinaran con Cristo, partícipes con él de un reino celestial y pacífico, viviendo eternamente en una luz inefable que no conoce ocaso ni noche que la interrumpa, conversando con los santos que fueron al principio en medio de las inenarrables delicias del seno de Abrahán, donde no hay dolor, ni luto, ni llanto.
Una es en efecto la cosecha de las espigas inanimadas; de las intelectuales —me estoy refiriendo al género humano— uno es también —y ya lo hemos mencionado—el segador, que congrega a la fe, del campo de la incredulidad, a los que reciben a los pregoneros del evangelio. Los segadores de esta mies son los apóstoles y sus sucesores y, en el tiempo de la Iglesia, los doctores. De éstos dijo Cristo: El segador ya está recibiendo salario y almacenando fruto para la vida eterna. Y los doctores de la piedad recibirán una recompensa tanto mayor cuantas más personas convencidas reúnan para la vida eterna.
Existe todavía otra mies: el traslado de cada uno de nosotros, después de la muerte, de la vida presente a la futura. Esta mies no tiene como segadores a los apóstoles, sino a los ángeles, que, en cierto modo, son superiores a los apóstoles, ya que una vez hecha la recolección, eligen y separan —como al trigo de la cizaña— a los malos de los buenos: a los buenos los llevarán al reino de los cielos, y a los malos al horno encendido.
La puesta en escena de todo esto, descrita en el evangelio de Cristo, la veremos otro día, cuando Cristo nos conceda el tiempo y las palabras para hacerlo. ¡Ojalá que también nosotros, que ahora somos el pueblo elegido de Dios, una nación consagrada, la Iglesia del Dios vivo, segregados de todos los hombres impíos e irreligiosos, así también en el siglo futuro nos hallemos segregados de los que son cizaña, y unidos a la muchedumbre de los salvados, en Cristo nuestro Señor! ¡Bendito él por siempre! Amén.
Los que tuvieren una fe recta en nuestro Señor Jesucristo y mostraren su fe con las obras; los que, atentos a sí mismos, se purificaren de la inmundicia de sus pecados mediante la confesión y la penitencia; los que se ejercitaren en las virtudes opuestas a los vicios: en la templanza, la castidad, la caridad, la limosna, la justicia y la verdad, todos éstos, resucitados, escucharán al mismo rey de los cielos: Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo, y así reinaran con Cristo, partícipes con él de un reino celestial y pacífico, viviendo eternamente en una luz inefable que no conoce ocaso ni noche que la interrumpa, conversando con los santos que fueron al principio en medio de las inenarrables delicias del seno de Abrahán, donde no hay dolor, ni luto, ni llanto.
Una es en efecto la cosecha de las espigas inanimadas; de las intelectuales —me estoy refiriendo al género humano— uno es también —y ya lo hemos mencionado—el segador, que congrega a la fe, del campo de la incredulidad, a los que reciben a los pregoneros del evangelio. Los segadores de esta mies son los apóstoles y sus sucesores y, en el tiempo de la Iglesia, los doctores. De éstos dijo Cristo: El segador ya está recibiendo salario y almacenando fruto para la vida eterna. Y los doctores de la piedad recibirán una recompensa tanto mayor cuantas más personas convencidas reúnan para la vida eterna.
Existe todavía otra mies: el traslado de cada uno de nosotros, después de la muerte, de la vida presente a la futura. Esta mies no tiene como segadores a los apóstoles, sino a los ángeles, que, en cierto modo, son superiores a los apóstoles, ya que una vez hecha la recolección, eligen y separan —como al trigo de la cizaña— a los malos de los buenos: a los buenos los llevarán al reino de los cielos, y a los malos al horno encendido.
La puesta en escena de todo esto, descrita en el evangelio de Cristo, la veremos otro día, cuando Cristo nos conceda el tiempo y las palabras para hacerlo. ¡Ojalá que también nosotros, que ahora somos el pueblo elegido de Dios, una nación consagrada, la Iglesia del Dios vivo, segregados de todos los hombres impíos e irreligiosos, así también en el siglo futuro nos hallemos segregados de los que son cizaña, y unidos a la muchedumbre de los salvados, en Cristo nuestro Señor! ¡Bendito él por siempre! Amén.