(Texto de san Gregorio de Nacianzo)
Si el tentador, el enemigo de la luz, te acomete después del bautismo –y ciertamente lo hará, pues tentó incluso al Verbo, mi Dios, oculto en la carne, es decir, a la misma Luz velada por la humanidad— sabes cómo vencerlo: no temas la lucha. Opónle el agua, opónle el Espíritu contra el cual se estrellarán todos los ígneos dardos del Maligno.
Si te representa tu propia pobreza —de hecho no dudó hacerlo con Cristo, recordándole su hambre para moverle a transformar las piedras en panes– recuerda su respuesta. Enséñale lo que parece no haber aprendido; opónle aquella palabra de vida, que es pan bajado del cielo y da la vida al mundo. Si te tienta con la vanagloria —como lo hizo con Jesús cuando lo llevó al alero del templo y le dijo: Tírate abajo, para demostrar tu divinidad— no te dejes llevar de la soberbia. Si en esto te venciere, no se detendrá aquí: es insaciable y lo quiere todo; se muestra complaciente, de aspecto bondadoso, pero acaba siempre confundiendo el bien con el mal. Es su estrategia.
Este ladrón es un experto conocedor incluso de la Escritura. Aquí el está escrito se refiere al pan; más abajo, se refiere a los ángeles. Y en efecto, está escrito: Encargará a los ángeles que cuiden de ti y te sostendrán en sus manos. ¡Oh sofista de la mentira! ¿Por qué te callas lo que sigue?
Pero aunque tú lo calles, yo lo conozco perfectamente. Dice: caminaré sobre ti, áspid y víbora, pisotearé leones y dragones; protegido y amparado —se entiende— por la Trinidad.
Si te tienta con la avaricia, mostrándote en un instante todos los reinos como si te pertenecieran y exigiéndote que le adores, despréciale como a un miserable. Amparado por la señal de la cruz, dile: También yo soy imagen de Dios; todavía no he sido, como tú, arrojado del cielo por soberbio; estoy revestido de Cristo; por el bautismo, Cristo se ha convertido en mi heredad; eres tú quien debe adorarme.
Créeme, a estas palabras se retirará, vencido y avergonzado, de todos aquellos que han sido iluminados, como se retiró de Cristo, luz primordial.
Estos son los beneficios que el bautismo confiere a aquellos que reconocen la fuerza de su gracia; éstos son los suntuosos banquetes que ofrece a quienes sufren un hambre digna de alabanza.
Si el tentador, el enemigo de la luz, te acomete después del bautismo –y ciertamente lo hará, pues tentó incluso al Verbo, mi Dios, oculto en la carne, es decir, a la misma Luz velada por la humanidad— sabes cómo vencerlo: no temas la lucha. Opónle el agua, opónle el Espíritu contra el cual se estrellarán todos los ígneos dardos del Maligno.
Si te representa tu propia pobreza —de hecho no dudó hacerlo con Cristo, recordándole su hambre para moverle a transformar las piedras en panes– recuerda su respuesta. Enséñale lo que parece no haber aprendido; opónle aquella palabra de vida, que es pan bajado del cielo y da la vida al mundo. Si te tienta con la vanagloria —como lo hizo con Jesús cuando lo llevó al alero del templo y le dijo: Tírate abajo, para demostrar tu divinidad— no te dejes llevar de la soberbia. Si en esto te venciere, no se detendrá aquí: es insaciable y lo quiere todo; se muestra complaciente, de aspecto bondadoso, pero acaba siempre confundiendo el bien con el mal. Es su estrategia.
Este ladrón es un experto conocedor incluso de la Escritura. Aquí el está escrito se refiere al pan; más abajo, se refiere a los ángeles. Y en efecto, está escrito: Encargará a los ángeles que cuiden de ti y te sostendrán en sus manos. ¡Oh sofista de la mentira! ¿Por qué te callas lo que sigue?
Pero aunque tú lo calles, yo lo conozco perfectamente. Dice: caminaré sobre ti, áspid y víbora, pisotearé leones y dragones; protegido y amparado —se entiende— por la Trinidad.
Si te tienta con la avaricia, mostrándote en un instante todos los reinos como si te pertenecieran y exigiéndote que le adores, despréciale como a un miserable. Amparado por la señal de la cruz, dile: También yo soy imagen de Dios; todavía no he sido, como tú, arrojado del cielo por soberbio; estoy revestido de Cristo; por el bautismo, Cristo se ha convertido en mi heredad; eres tú quien debe adorarme.
Créeme, a estas palabras se retirará, vencido y avergonzado, de todos aquellos que han sido iluminados, como se retiró de Cristo, luz primordial.
Estos son los beneficios que el bautismo confiere a aquellos que reconocen la fuerza de su gracia; éstos son los suntuosos banquetes que ofrece a quienes sufren un hambre digna de alabanza.