Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores

(De los sermones de san Agustín, obispo)

El Señor nos propuso esta parábola para nuestra instrucción y, al advertirnos, demostró no querer nuestra perdición. Lo mismo —dice— hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano.

Ya veis, hermanos, la cosa está clara y la advertencia es útil: le debemos prestar una obediencia saludable, de suerte que se cumpla lo mandado. Porque todo hombre está en deuda con Dios y es al mismo tiempo acreedor de su hermano. ¿Quién puede no considerarse deudor de Dios sino aquel en quien no puede hallarse pecado? Y ¿quién es el que no tiene a su hermano por acreedor sino aquel a quien nadie ha ofendido? ¿Crees que pueda darse en todo el género humano alguien que no esté personal-mente implicado en algún pecado contra su hermano? Por tanto, todo hombre es un deudor, que a su vez tiene acreedores. Por eso, Dios que es justo te ha dado para con tu deudor una regla, que él mismo observará contigo.

Dos son, en efecto, las obras de misericordia que nos liberan, y que el mismo Señor ha brevemente expuesto en el evangelio: Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará. La primera —perdonad y seréis perdonados— se refiere al perdón; la segunda —dad y se os dará—, en cambio, se refiere a la prestación de un servicio. Dos ejemplos. Referente al perdón: tú quieres ser perdonado cuando pecas y tienes a tu vez otro al que tú puedes perdonar. Referente a la prestación de un servicio: te pide un mendigo, y tú eres el mendigo de Dios. En efecto, cuando oramos, todos somos mendigos de Dios: estamos a la puerta de un gran propietario, más aún, nos postramos ante él, suplicamos entre sollozos deseando recibir algo, y ese algo es Dios.

¿Qué te pide el mendigo? Pan. Y tú, ¿qué es lo que pides a Dios, sino a Cristo, el cual dijo: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo? ¿Deseáis ser perdonados? Perdonad: Perdonad y seréis perdonados. ¿Queréis recibir? Dad y se os dará.

Si consideramos nuestros pecados y contabilizamos los cometidos por obra, de oídas, de pensamiento y mediante innumerables movimientos desordenados, me parece que nos acostaremos sin una blanca. Por eso, a diario pedimos, a diario llamamos importunando en la oración a Dios para que nos oiga, a diario nos postramos y decimos: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. ¿Qué deudas? ¿Todas o sólo algunas? Responderás: Todas. Pues haz tú lo mismo con tu acreedor. Tú mismo te fijas esta norma, tú mismo pones esta condición. A este pacto y a este compromiso te remites cuando oras y dices: Perdónanos, como nosotros perdonamos a nuestros deudores.