En el momento de la tentación, nos consuela la esperanza

(Del comentario, sobre el salmo 118, de San Ambrosio, obispo)

Este es mi consuelo en la aflicción: que tu promesa me da vida. Esta es la esperanza, sí, ésta es la esperanza que me sale al encuentro con tu palabra y que me ha aportado el consuelo necesario para tolerar las amarguras de la vida presente. Mientras Pablo persigue el Nombre de Jesús, del consuelo saca la esperanza. Y una vez hecho creyente, escucha cómo nos consuela: ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como dice la Escritura: «Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza». Y a continuación señala el motivo de esa paciente tolerancia: Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado.

Por tanto, si alguien desea superar la adversidad, la persecución, el peligro, la muerte, una grave enfermedad, la intrusión de los ladrones, la confiscación de los bienes, o cualquiera de esos sucesos que el mundo considera como adversos, fácilmente lo conseguirá si tiene la esperanza que lo consuele. Pues aunque tales cosas sucedieren, no pueden resultarle graves a quien afirma: Sostengo que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Puesto que a quien espera cosas mejores no pueden abatirle las baladíes.

Así pues, en el momento de nuestra humillación nos consuela la esperanza, una esperanza que no defrauda. Y por momento de humillación de nuestra alma entiendo el tiempo de prueba. En efecto, nuestra alma se siente humillada cuando se la deja a merced del tentador, para ser probada con duros trabajos, experimentando de esta suerte en la lucha y el combate el choque de fuerzas contrarias. Pero en estas tentaciones se siente vivificada por la palabra de Dios.

Esta palabra es, pues, la sustancia vital de nuestra alma, sustancia que la nutre, la hace crecer y la gobierna. Fuera de esta palabra de Dios, nada existe capaz de mantener en la vida al alma dotada de razón. En efecto, lo mismo que la palabra de Dios va creciendo en el alma en proporción directa a su acogida, su inteligencia y su comprensión, así también va en progresivo aumento la vida del alma. Y viceversa, en la medida en que decae la palabra de Dios en nuestra alma, en idéntica proporción languidece la vida del alma. Así pues, del mismo modo que el binomio alma y cuerpo es animado, alimentado y sostenido gracias al soplo de vida, de igual suerte nuestra alma es vivificada por la palabra de Dios y la gracia espiritual.

De lo dicho se sigue que, posponiendo todo lo demás, hemos de esforzarnos por todos los medios a nuestro alcance en atesorar la palabra de Dios, trasvasándola a lo más íntimo de nuestro ser, a nuestros sentimientos, preocupaciones, reflexiones y a nuestro obrar, de modo que nuestros actos sintonicen con las palabras de la Escritura, de manera que nuestras acciones no estén en desacuerdo con la globalidad de los preceptos celestiales. Así podremos decir también nosotros: Porque tu promesa me da vida.