Cristo, Rey crucificado

(De "Cristo Rey" por Mons. Tihamer Toth)

¡Viernes Santo! ¡No hay otro día más importante del año! En ese día celebramos que Nuestro Señor Jesucristo murió crucificado por nosotros!

No se fue de este mundo después de una vida cómoda; no acabó su vida en una blanda cama, rodeado de sus seres queridos; murió sobre un patíbulo de ignominia, sobre la cruz. En ella expiró, entre carcajadas de escarnio; en ella terminó su vida mortal, agotado por los sufrimientos del espíritu y del cuerpo, abandonado de todos. En la cruz sufre durante varias horas. En la cruz sufre y muere por nosotros.

Y cada Viernes Santo atrae por un día las miradas de todos.

Entonces siente el hombre que no hay objetivo de vida más sublime, misión humana más elevada, deber más santo, que el que nos muestra la cruz de Cristo: salvar el alma.

El sacrificio del Viernes Santo me está diciendo con toda claridad: I. Cuánto me amó El a mí, y II. Cuán, poco le amo yo a El.

¡Cuánto me amó El a mí! ¿Cuánto? ¡Murió por mí! Me amó y se entregó por mí! Esto es amor. 

Jesucristo muere clavado en una cruz. No tenía una almohada para reposar su cabeza, coronada de espinas. Le atravesamos sus manos y pies con agudos clavos. Le dimos a beber hiel y vinagre. En vez de recibir consuelos, recibió desprecios y blasfemias. ¡Oh Jesús!, ¿es esto lo que mereciste de nosotros? ¿A Ti, hijo de Dios, que bajaste de los altos cielos para darnos el reino eterno de tu Padre? ¡Y nosotros te clavamos en la cruz! ¡Cuánto me has amado!

Te interpusiste en medio, entre el cielo y la tierra, para encubrir con tu cuerpo ensangrentado y lleno de llagas a cada uno de los hombres, para encubrir mi alma pecadora y esconderme así de la ira de Dios; para desviar, con los brazos extendidos en lo alto, los rayos de la justicia divina; para implorar perdón para nosotros. Tú imploras al cielo pidiendo misericordia: «Padre, perdónalos…», a ellos, a todos, sin excepción. No te preocupas de ti mismo, no piensas en tu dolor, sólo piensas en mí. ¡Cuánto me amas!

 Me amó…, me amó… Pero ¿quién podía esperar tal exceso de amor? Ya conocíamos las promesas del Mesías venidero hechas por Dios al hombre en el Paraíso. Cuando el Niño de Belén se sonreía mirándonos a los ojos, cuando el Hijo de Dios vivía entre nosotros como un hermano, sentíamos que en su Corazón ardía con vivísimas llamas en amor a los hombres. Al oír sus parábolas del buen samaritano, del hijo pródigo, del buen pastor que busca la oveja perdida, bien sentíamos los ardores del amor del Corazón de Jesús. Pero aquel amor sin límite y sin medida, que le llevó a soportar por nosotros, sin pronunciar una palabra de queja, los golpes rudos, los latigazos que le herían, el ser escupido y servir de befa, la corona de espinas, los dolores de la cruz…, no podíamos sospecharlo. ¡Cuánto nos ama Jesús!

Se deja clavar a la cruz para decirme cuánto me ama. Así conquista mi alma. Yo estoy al pie de la cruz, abismado al ver tanto exceso de amor, y espero que su sangre preciosa, aquella sangre divina, caiga sobre mí, y lave mis grandes pecados. Quisiera llorar con amargura; pero no puedo; este Jesús amoroso me fascina, su palabra me obliga a que le mire, no puedo desviar de El mi mirada. Pero si le miro, siento que me dice: Mira cuánto te he amado…, y tú ¿me amas a Mí…?

Esta cruz manchada de sangre no sólo me está diciendo cuánto me ama, sino también cuán poco le amo yo a El.

Desde el Viernes Santo, hace dos mil años, que está erguida la cruz, y todos los hombres pasan en torno suyo.

Hay hombres de corazón duro, que pasan sin percatarse por delante de ella, para quienes nada significa la muerte del Señor, ni tampoco su vida ni su doctrina, cuyo único afán es el dinero, la mesa bien repleta y el degustar de los placeres… ¿Alma? ¿Religión? ¿Dios? ¿Oración? ¿Cruz?…: son palabras incomprensibles para ellos…

Hay otros que por un momento miran emocionados la cruz y el sacrificio cruento de Jesucristo…, pero se asustan de las repercusiones que lleva consigo. «No, no; Jesús, a pesar de todo, no podemos alistarnos en tu partido. ¿Tendríamos que estar dispuestos a morir como Tú? A morir a nuestros deseos desordenados, a nuestros bajos instintos. Esto significaría una luchar incesantemente contra nosotros mismos, una vigilancia continua. ¡No! No es posible. Ya luchamos bastante. Luchamos por la esposa, por los hijos, por el pan de cada día, por alcanzar una posición social, por el porvenir… No, no; Jesús, no te ofendas; pero para Ti, para nuestra alma, ya no nos queda tiempo, ni ánimo, ni energías… Mira, no somos malos; ya cargamos nuestra cruz…»

Hay un tercer grupo. Son los hombres que se arrodillan y rezan delante de la cruz. No sólo eso, sino que comparten sus infortunios y sufrimientos con los sufrimientos del Crucificado…, con la de Aquel que cargó sobre sus hombros las angustias y el pecado de la Humanidad. ¿Pertenecemos nosotros a este grupo? O por lo menos, ¿hacemos el firme propósito de alistarnos bajo su estandarte?

Desde que el estandarte de la santa Cruz se izó entre cielos y tierra todos han de tomar partido. Mira al Padre celestial: ahora recibe el sacrificio de su Hijo. Mira a los ángeles: conmovidos adoran a Nuestro Señor crucificado. Mira a sus enemigos: ¡cómo blasfeman de El, cómo le maldicen! Mírate a ti mismo, hermano. ¿De qué parte estás? Dime: ¿entre los enemigos de Cristo? ¿Entre aquellos que le odian, que le maldicen? No lo creo. ¿Quizá estés entre los soldados que se sentaron al pie de la cruz y, mientras a su lado se desarrollaba la tragedia más impresionante de la historia del mundo, ellos como si nada ocurriera, se pasaban el rato jugando a los dados? Hermano, piénsalo bien, ¿no estás tú entre estos soldados?

«Cristo murió por mí. Pues el que haya muerto, ¿qué me importa.?» «Pero yo no hablo así», me dices. No, no hablas así, pero piensas y vives como si Cristo te fuera completamente extraño; como si Cristo no te importara.

No te importa que le hayan azotado durante la noche; pero sí te importaría tener que mimar un poco menos tu cuerpo y no poder concederle todo cuanto pide, aunque sea algo pecaminoso.

No te importa que le hayan hecho a Cristo blanco de la befa del mundo, presentándole ante la turba blasfema como un loco; pero te importaría mucho si algunos se burlaran de ti porque te tomas en serio la fe.

No te importa que a Cristo le hayan coronado con agudas espinas; pero sentirías mucho tener que reprimir tus caprichos y dominar tus instintos.

No te importa que Cristo haya derramado toda su sangre por ti; pero cuánto te pesa dedicar una hora cada domingo para participar de la Santa Misa.

No te importa que Cristo haya tenido que subir casi a rastras, cargando con la cruz, por el camino pedregoso del Calvario, pero sería una lástima que tú tuvieses que ascender el camino exigente de la virtud.

No te importa que Jesucristo haya sido clavado en la cruz, y su Corazón traspasado por una lanza; pero sería muy duro padecer algo por El y cumplir sus preceptos.

¿Tan pocas entrañas de misericordia tienes para este Cristo que tanto sufre por ti? ¿No te da lástima? 

Si de verdad te diese lástima, no vivirías como vives.

¡Jesús! Tu pobreza ha de ser mi pobreza. Tu dolor ha de ser la causa de mi enmienda. Tu corona de espinas ha de unir dos corazones: el tuyo y el mío. Tus lágrimas y tu sangre preciosísima han de reformar mi vida. Tu amor abrasado ha de derretir mi duro corazón. ¡Oh Señor! Cuando Tú sufriste, mi alma se limpió. Cuando Tú derramaste tu sangre, mi castigo se mitigó. Cuando Tú te sumergías en los mares del sufrimiento, yo me salvé de la condenación. Cuando Tú moriste, ¡entonces empecé yo a vivir!

Me importa tu Pasión; me importan los golpes y latigazos que recibiste; me importa la cruz en que fuiste clavado. Y no me importa que tenga que luchar para vivir sin pecar. Aunque tenga que luchar hasta la muerte, no cejaré, Señor.

Voy a hacer todo lo posible, mi Cristo crucificado, para que reines en la sociedad, en las familias, en cada hogar, en todos los lugares de donde te han echado. Tienes que reinar de nuevo en el alma de los jóvenes.

Jesús, que nos ha amado hasta la muerte, tiene derecho a reinar en el mundo entero. Tiene derecho a que nosotros, los que fuimos redimidos con su sangre, le ofrezcamos agradecidos toda nuestra vida. 

¡Te adoramos, Cristo, y te bendecimos, porque por tu santa Cruz redimiste el mundo!