¡Qué grandes y maravillosos son los dones de Dios!

(De la Carta de San Clemente I, papa, a los Corintios)

¡Qué grandes y maravillosos son, amados hermanos, los dones de Dios! La vida en la inmortalidad, el esplendor en la justicia, la verdad en la libertad, la fe en la confianza, la templanza en la santidad; y todos estos dones son los que están ya desde ahora al alcance de nuestro conocimiento. Y ¿cuáles serán, pues, los bienes que están preparados para los que lo aman? Solamente los conoce el Artífice supremo, el Padre de los siglos; sólo él sabe su número y su belleza.

Nosotros, pues, si deseamos alcanzar estos dones, procuremos, con todo ahínco, ser contados entre aquellos que esperan su llegada. Y ¿cómo podremos lograrlo, amados hermanos? Uniendo a Dios nuestra alma con toda nuestra fe, buscando siempre, con diligencia, lo que es grato y acepto a sus ojos, realizando lo que está de acuerdo con su santa voluntad, siguiendo la senda de la verdad y rechazando de nuestra vida toda injusticia, maldad, avaricia, rivalidad, malicia y fraude, chismorreos y murmuraciones, odio a Dios, soberbia, presunción, vanagloria y falta de sensibilidad para la hospitalidad. Quienes esto hacen, se hacen odiosos a Dios; y no sólo los que lo hacen, sino también quienes lo aplauden y consienten. Dice, en efecto, la Escritura: Dios dice al pecador: «¿Por qué recitas mis preceptos, y tienes siempre en la boca mi alianza, tú que detestas mi enseñanza, y te echas a la espalda mis mandatos?».

Este es, amados hermanos, el camino por el que llegamos a la salvación, Jesucristo, el Sumo sacerdote de nuestras oblaciones, sostén y ayuda de nuestra debilidad. Por él podemos elevar nuestra mirada hasta lo alto de los cielos; por él vemos como en un espejo el rostro inmaculado y excelso de Dios; por él se abrieron los ojos de nuestro corazón; por él, nuestra mente, insensata y entenebrecida, se abre al resplandor de la luz; por él quiso el Señor que gustásemos el conocimiento inmortal, ya que él es el reflejo de la gloria de Dios, tanto más encumbrado sobre los ángeles cuanto más sublime es el nombre que ha heredado.

Está, efectivamente, escrito: Envía a sus ángeles como a los vientos, a sus ministros como al rayo. En cambio, hablando de su Hijo, el Señor se expresa así: Tú eres mi Hijo: yo te he engendrado hoy; pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión los confines de la tierra. Y de nuevo: Siéntate a mi derecha mientras pongo a tus enemigos por estrado de tus pies. Y ¿quiénes son los enemigos? Los hombres perversos, que se oponen a su voluntad.