El pueblo cristiano, apoyándose en la humildad, se eleva a la cumbre de la virtud

(De los sermones de san Cesáreo de Arlés, obispo)

El bienaventurado patriarca José, movido de la dulzura de una sincera caridad, trató de rechazar con la gracia de Dios, de su corazón el veneno de la envidia, del que le constaba estar inficionado el corazón de sus hermanos.

Así pues, al pueblo cristiano no le es lícito estar celoso, no le está permitido envidiar: apoyándose en la humildad, se eleva a la cumbre de la virtud. Escucha al bienaventurado apóstol Juan en su carta: El que odia a su hermano es un homicida; y de nuevo: Quien dice que está en la luz y aborrece a su hermano está aún en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe adónde va, porque las tinieblas han cegado sus ojos. El que aborrece –dice– a su hermano, camina en las tinieblas y no sabe adónde va; pues sin darse cuenta baja al infierno y, como ciego que es, se precipita en la pena, apartándose de la luz de Cristo, que nos amonesta y nos dice: Yo soy la luz del mundo, y El que cree en mí no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.

¿Cómo, en efecto, va a poseer la paz del Señor o la caridad el que, dominado por los celos, es incapaz de permanecer en paz y seguridad? En cuanto a nosotros, hermanos, huyamos, con la gracia de Dios, de la ponzoña de los celos y de la envidia, y llevemos la dulzura de la caridad a nuestras relaciones no sólo con los buenos, sino también con los malos; así no nos reprobará Cristo por el pecado de envidia, antes nos felicitará y nos invitará al premio diciéndonos: Venid, benditos, heredad el reino.

Tengamos en las manos la sagrada Escritura y en la mente el pensamiento del Señor; que jamás cese la continua oración y persevere siempre la operación salvadora, de manera que cuantas veces el enemigo se acercare para tentarnos nos encuentre siempre ocupados en las buenas obras. Examine, pues, cada cual su propia conciencia, y si se descubre afectado por el veneno de la envidia ante la prosperidad de su hermano, arranque de su pecho las espinas y cardos, para que en él la semilla del Señor, cual en fértil campo, produzca un fruto multiplicado y la divina y espiritual cosecha se traduzca en ubérrima mies.

Piense cada cual en las delicias del paraíso y anhele el reino celestial, en el que Cristo solamente admite a los que tienen un solo corazón y una sola alma. Pensemos, hermanos, que «hijos de Dios» sólo pueden ser llamados los que trabajan por la paz, según lo que está escrito: En esto conocerán que sois discípulos míos: en que os amáis unos a otros. Que el piadoso Señor os conduzca bajo su protección y por el camino de las buenas obras a este amor. A él el honor y la gloria juntamente con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.