Señor, ¿quién habitará en tu santa Montaña?

(De los tratados sobre los salmos [Salmo 15] de San Hilario, obispo)

El primero y más importante escalón que ha de ascender el que tiende a las cosas celestiales es habitar en esta tienda y allí –apartado de las preocupaciones seculares y abandonando los negocios de este mundo– vivir toda la vida, noche y día, a imitación de muchos santos, que jamás se apartaron de la tienda.

Bajo el nombre de «monte» —sobre todo tratándose de cosas celestiales–, hemos de imaginar lo más grande y sublime. ¿Y hay algo más sublime que Cristo? ¿y más excelso que nuestro Dios? «Su monte» es el cuerpo que asumió de nuestra naturaleza y en el que ahora habita, sublime y excelso sobre todo principado y potestad y por encima de todo nombre. Sobre este monte está edificada la ciudad que no puede permanecer oculta, pues como dice el Apóstol: Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo. Por consiguiente, como los que son de Cristo han sido elegidos en el cuerpo de Cristo antes de que existiera el mundo, y la Iglesia es el cuerpo de Cristo, y Cristo es el cimiento de nuestro edificio así como la ciudad edificada sobre el monte, luego Cristo es aquel monte en el que se pregunta quién podrá habitar.

En otro salmo leemos de este mismo monte: ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? Y lo corrobora Isaías con estas palabras: Al final de los días estará firme el monte de la casa del Señor y dirán: «Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob». Y de nuevo Pablo: Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo. Ahora bien: si toda nuestra esperanza de descanso radica en el cuerpo de Cristo y si, por otra parte, hemos de descansar en el monte, no podemos entender por monte más que el cuerpo que asumió de nosotros, antes del cual era Dios, en el cual era Dios y mediante el cual transformó nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con tal que clavemos en su cruz los vicios de nuestro cuerpo, para resucitar según el modelo del suyo.

A él, en efecto, se asciende después de haber pertenecido a la Iglesia, en él se descansa desde la sublimidad del Señor, en él seremos asociados a los coros angélicos cuando también nosotros seamos ciudad de Dios. Se descansa, porque ha cesado el dolor producido por la enfermedad, ha cesado el miedo procedente de la necesidad, y gozando todos de plena estabilidad, fruto de la eternidad, descansarán en los bienes fuera de los cuales nada puedan desear.

Por eso a la pregunta: Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda y habitar en tu monte santo?, responde el Espíritu Santo por el profeta: El que procede honradamente y practica la justicia. En la respuesta, pues, se nos dice que el que procede honradamente y vive al margen de cualquier mancha de pecado es aquel que, después del baño bautismal, no se ha vuelto a manchar con ningún tipo de inmundicia, sino que permanece inmaculado y resplandeciente. Ya es una gran cosa abstenerse de pecado, pero todavía no es éste el descanso que sigue al camino recorrido: en la pureza de vida se inicia el camino, pero no se consuma. De hecho el texto continúa: Y practica la justicia. No basta con proyectar el bien: hay que ejecutarlo; y la buena voluntad no basta con iniciarla: hay que consumarla.