(De la Audiencia General del Papa Francisco del 13 de febrero de 2019)
Continuamos nuestro recorrido para aprender a rezar, cada vez mejor, como Jesús nos ha enseñado. Debemos rezar como Él nos ha enseñado a hacerlo. Él dijo: cuando reces, entra en el silencio de tu habitación, retírate del mundo y dirígete a Dios llamándolo «¡Padre!». Jesús quiere que sus discípulos no sean como los hipócritas que rezan de pie en las plazas para que los admire la gente (cf. Mateo 6,5). Jesús no quiere hipocresía. La verdadera oración es la que se hace en el secreto de la conciencia, del corazón: inescrutable, visible solo para Dios. Dios y yo. Esa oración huye de la falsedad: ante Dios es imposible fingir. Es imposible, ante Dios no hay truco que valga, Dios nos conoce así, desnudos en la conciencia y no se puede fingir. En la raíz del diálogo con Dios hay un diálogo silencioso, como el cruce de miradas entre dos personas que se aman: el hombre y Dios cruzan la mirada, y esto es oración. Mirar a Dios y dejarse mirar por Dios: esto es rezar. «Pero, padre, yo no digo palabras…». Mira a Dios y déjate mirar por Él: es una oración, ¡una hermosa oración!
Sin embargo, aunque la oración del discípulo sea confidencial, nunca cae nunca en el intimismo. En el secreto de la conciencia, el cristiano no deja el mundo fuera de la puerta de su habitación, sino que lleva en su corazón personas y situaciones, los problemas, muchas cosas, todas las llevo en la oración.
Hay una ausencia impresionante en el texto del Padre nuestro. ¿Si yo os preguntara cuál es la ausencia impresionante en el texto del Padre nuestro? No será fácil responder. Falta una palabra. Pensadlo todos: ¿qué falta en el Padre nuestro? Pensad, ¿qué falta? Una palabra. Una palabra por la que en nuestros tiempos —pero quizás siempre—, todos tienen una gran estima. ¿Cuál es la palabra que falta en el Padre nuestro que rezamos todos los días? Para ahorrar tiempo os la digo: falta la palabra «yo». «Yo» no se dice nunca. Jesús nos enseña a rezar, teniendo en nuestros labios sobre todo el «Tú», porque la oración cristiana es diálogo: «santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad». No mi nombre, mi reino, mi voluntad. Yo no, no va. Y luego pasa al «nosotros». Toda la segunda parte del Padre nuestro se declina en la primera persona plural: «Danos nuestro pan de cada día, perdónanos nuestras deudas, no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal». Incluso las peticiones humanas más básicas, como la de tener comida para satisfacer el hambre, son todas en plural. En la oración cristiana, nadie pide el pan para sí mismo: dame el pan de cada día, no, danos, lo suplica para todos, para todos los pobres del mundo. No hay que olvidarlo, falta la palabra «yo». Se reza con el tú y con el nosotros. Es una buena enseñanza de Jesús. No os olvidéis.
¿Por qué? Porque no hay espacio para el individualismo en el diálogo con Dios. No hay ostentación de los problemas personales como si fuéramos los únicos en el mundo que sufrieran. No hay oración elevada a Dios que no sea la oración de una comunidad de hermanos y hermanas, el nosotros: estamos en comunidad, somos hermanos y hermanas, somos un pueblo que reza, «nosotros». Una vez el capellán de una cárcel me preguntó: «Dígame, padre, ¿Cuál es la palabra contraria a yo?» Y yo, ingenuo, dije: «Tú». «Este es el principio de la guerra. La palabra opuesta a “yo” es “nosotros”, donde está la paz, todos juntos». Es una hermosa enseñanza la que me dio aquel cura.
Un cristiano lleva a la oración todas las dificultades de las personas que están a su lado: cuando cae la noche, le cuenta a Dios los dolores con que se ha cruzado ese día; pone ante Él tantos rostros, amigos e incluso hostiles; no los aleja como distracciones peligrosas. Si uno no se da cuenta de que a su alrededor hay tanta gente que sufre, si no se compadece de las lágrimas de los pobres, si está acostumbrado a todo, significa que su corazón ¿cómo está? ¿Marchito? No, peor: es de piedra. En este caso, es bueno suplicar al Señor que nos toque con su Espíritu y ablande nuestro corazón. «Ablanda, Señor, mi corazón». Es una oración hermosa: «Señor, ablanda mi corazón, para que entienda y se haga cargo de todos los problemas, de todos los dolores de los demás». Cristo no pasó inmune al lado de las miserias del mundo: cada vez que percibía una soledad, un dolor del cuerpo o del espíritu, sentía una fuerte compasión, como las entrañas de una madre. Este «sentir compasión» —no olvidemos esta palabra tan cristiana: sentir compasión— es uno de los verbos clave del Evangelio: es lo que empuja al buen samaritano a acercarse al hombre herido al borde del camino, a diferencia de otros que tienen un corazón duro.
Podemos preguntarnos: cuando rezo, ¿me abro al llanto de tantas personas cercanas y lejanas?, ¿o pienso en la oración como un tipo de anestesia, para estar más tranquilo? Dejo caer la pregunta, que cada uno conteste. En este caso caería víctima de un terrible malentendido. Por supuesto, la mía ya no sería una oración cristiana. Porque ese «nosotros» que Jesús nos enseñó me impide estar solo tranquilamente y me hace sentir responsable de mis hermanos y hermanas.
Hay hombres que aparentemente no buscan a Dios, pero Jesús nos hace rezar también por ellos, porque Dios busca a estas personas más que a nadie. Jesús no vino por los sanos, sino por los enfermos, por los pecadores (cf. Lucas 5,31), es decir, por todos, porque el que piensa que está sano, en realidad no lo está. Si trabajamos por la justicia, no nos sintamos mejores que los demás: el Padre hace que su sol salga sobre los buenos y sobre los malos (cf. Mateo 5, 45). ¡El Padre ama a todos! Aprendamos de Dios, que siempre es bueno con todos, a diferencia de nosotros que solo podemos ser buenos con algunos, con algunos que nos gustan.
Hermanos y hermanas, santos y pecadores, todos somos hermanos amados por el mismo Padre. Y, en el ocaso de la vida, seremos juzgados por el amor, por cómo hemos amado. No solo el amor sentimental, sino también el compasivo y concreto, de acuerdo con la regla evangélica —¡no la olvidéis!— «Todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos, más pequeños a mí lo hicisteis». Así dice el Señor.
Sin embargo, aunque la oración del discípulo sea confidencial, nunca cae nunca en el intimismo. En el secreto de la conciencia, el cristiano no deja el mundo fuera de la puerta de su habitación, sino que lleva en su corazón personas y situaciones, los problemas, muchas cosas, todas las llevo en la oración.
Hay una ausencia impresionante en el texto del Padre nuestro. ¿Si yo os preguntara cuál es la ausencia impresionante en el texto del Padre nuestro? No será fácil responder. Falta una palabra. Pensadlo todos: ¿qué falta en el Padre nuestro? Pensad, ¿qué falta? Una palabra. Una palabra por la que en nuestros tiempos —pero quizás siempre—, todos tienen una gran estima. ¿Cuál es la palabra que falta en el Padre nuestro que rezamos todos los días? Para ahorrar tiempo os la digo: falta la palabra «yo». «Yo» no se dice nunca. Jesús nos enseña a rezar, teniendo en nuestros labios sobre todo el «Tú», porque la oración cristiana es diálogo: «santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad». No mi nombre, mi reino, mi voluntad. Yo no, no va. Y luego pasa al «nosotros». Toda la segunda parte del Padre nuestro se declina en la primera persona plural: «Danos nuestro pan de cada día, perdónanos nuestras deudas, no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal». Incluso las peticiones humanas más básicas, como la de tener comida para satisfacer el hambre, son todas en plural. En la oración cristiana, nadie pide el pan para sí mismo: dame el pan de cada día, no, danos, lo suplica para todos, para todos los pobres del mundo. No hay que olvidarlo, falta la palabra «yo». Se reza con el tú y con el nosotros. Es una buena enseñanza de Jesús. No os olvidéis.
¿Por qué? Porque no hay espacio para el individualismo en el diálogo con Dios. No hay ostentación de los problemas personales como si fuéramos los únicos en el mundo que sufrieran. No hay oración elevada a Dios que no sea la oración de una comunidad de hermanos y hermanas, el nosotros: estamos en comunidad, somos hermanos y hermanas, somos un pueblo que reza, «nosotros». Una vez el capellán de una cárcel me preguntó: «Dígame, padre, ¿Cuál es la palabra contraria a yo?» Y yo, ingenuo, dije: «Tú». «Este es el principio de la guerra. La palabra opuesta a “yo” es “nosotros”, donde está la paz, todos juntos». Es una hermosa enseñanza la que me dio aquel cura.
Un cristiano lleva a la oración todas las dificultades de las personas que están a su lado: cuando cae la noche, le cuenta a Dios los dolores con que se ha cruzado ese día; pone ante Él tantos rostros, amigos e incluso hostiles; no los aleja como distracciones peligrosas. Si uno no se da cuenta de que a su alrededor hay tanta gente que sufre, si no se compadece de las lágrimas de los pobres, si está acostumbrado a todo, significa que su corazón ¿cómo está? ¿Marchito? No, peor: es de piedra. En este caso, es bueno suplicar al Señor que nos toque con su Espíritu y ablande nuestro corazón. «Ablanda, Señor, mi corazón». Es una oración hermosa: «Señor, ablanda mi corazón, para que entienda y se haga cargo de todos los problemas, de todos los dolores de los demás». Cristo no pasó inmune al lado de las miserias del mundo: cada vez que percibía una soledad, un dolor del cuerpo o del espíritu, sentía una fuerte compasión, como las entrañas de una madre. Este «sentir compasión» —no olvidemos esta palabra tan cristiana: sentir compasión— es uno de los verbos clave del Evangelio: es lo que empuja al buen samaritano a acercarse al hombre herido al borde del camino, a diferencia de otros que tienen un corazón duro.
Podemos preguntarnos: cuando rezo, ¿me abro al llanto de tantas personas cercanas y lejanas?, ¿o pienso en la oración como un tipo de anestesia, para estar más tranquilo? Dejo caer la pregunta, que cada uno conteste. En este caso caería víctima de un terrible malentendido. Por supuesto, la mía ya no sería una oración cristiana. Porque ese «nosotros» que Jesús nos enseñó me impide estar solo tranquilamente y me hace sentir responsable de mis hermanos y hermanas.
Hay hombres que aparentemente no buscan a Dios, pero Jesús nos hace rezar también por ellos, porque Dios busca a estas personas más que a nadie. Jesús no vino por los sanos, sino por los enfermos, por los pecadores (cf. Lucas 5,31), es decir, por todos, porque el que piensa que está sano, en realidad no lo está. Si trabajamos por la justicia, no nos sintamos mejores que los demás: el Padre hace que su sol salga sobre los buenos y sobre los malos (cf. Mateo 5, 45). ¡El Padre ama a todos! Aprendamos de Dios, que siempre es bueno con todos, a diferencia de nosotros que solo podemos ser buenos con algunos, con algunos que nos gustan.
Hermanos y hermanas, santos y pecadores, todos somos hermanos amados por el mismo Padre. Y, en el ocaso de la vida, seremos juzgados por el amor, por cómo hemos amado. No solo el amor sentimental, sino también el compasivo y concreto, de acuerdo con la regla evangélica —¡no la olvidéis!— «Todo lo que hicisteis a uno de estos hermanos míos, más pequeños a mí lo hicisteis». Así dice el Señor.