(De "El joven instruido" por San Juan Bosco)
Cuanto más espanta la consideración del infierno, tanto más consuela la del paraíso, que está preparado para todos los que aman y sirven a Dios en la vida presente. Para formarte una idea, considera una noche serena. ¡Qué hermoso es el cielo, con tanta multitud y variedad de estrellas! Unas son mayores que otras; y mientras algunas de ellas aparecen por el oriente, otras desaparecen por el occidente, siendo muy variadas por lo que hace al tamaño, color, etc., etc.; pero todas ellas se mueven en la inmensidad del espacio con admirable armonía y según la voluntad de Dios, su Creador.
Supón, además, que la luz del sol te deja ver durante el día la luna y las estrellas que hay en el firmamento; imagínate también todo lo que hay de precioso en el mar, en la tierra, en los diversos países y en los palacios de los reyes y monarcas de todo el mundo; añade a esto las más exquisitas bebidas, los alimentos más sabrosos, la música más dulce, la armonía más suave... Todo eso es nada comparado con la excelencia del paraíso.
¡Cuánto debemos desear la posesión de aquel lugar, donde se hallan todos los bienes, sin mezcla de mal alguno! El alma bienaventurada no podrá menos de exclamar; “Quedaré saturado de la gloria de mi Señor”.
Considera, además, la alegría que experimentará tu alma al entrar en el paraíso; saldrán a recibirla tus parientes y amigos, y allí verás la belleza de los querubines y serafines, de todos los coros de los ángeles y de todos los santos, que a millones rodean y bendicen a su Creador. Verás asimismo a los apóstoles, el inmenso número de mártires, confesores y vírgenes, y además una gran multitud de jóvenes que, por haberse conservado puros, cantan a Dios un himno de gloria inefable. ¡Oh, cuánto gozan en aquel reino todos sus moradores!
Siempre están alegres, pues no padecen el menor sufrimiento ni penas que vengan a turbar su paz y contento. Observa además, hijo mío, que todo esto no es nada en comparación del gran consuelo que experimentará el alma al ver a Dios.
El consuela a los bienaventurados con su amorosa mirada y derrama en su corazón torrentes de delicias. Así como el sol ilumina y embellece todos los objetos donde llega su luz, así ilumina Dios con su presencia todo el paraíso y colma a aquellos dichosísimos habitantes de los más dulces consuelos.
En El, como en un espejo, verás todas las cosas, gozarás de todos los placeres de la mente, de todas las satisfacciones del corazón. Al ver San Pedro, en el monte Tabor, el rostro de Jesús radiante de luz, fue colmado de tanta dulzura que, como fuera de sí, exclamó: “¡Oh Señor! ¡Qué bueno es estar aquí!...” ¡Qué alegría será el gozar no por un instante, sino para siempre, de la vista de aquel rostro que enamora a los apóstoles y a los santos y que embellece todo el paraíso! Y la hermosura y amabilidad de María, ¡de cuánto gozo inundará el corazón de los bienaventurados!
¡Qué amables son, Señor, tus tabernáculos!
Por eso, todos los coros de los ángeles y todos los bienaventurados cantarán alabanzas a Dios, diciendo:“Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos, a quien sea dado honor y gloria por los siglos de los siglos”.
Valor, pues, hijo mío; algo tendrás que sufrir en este mundo; mas no importa; el premio que te espera en el paraíso compensará infinitamente todos los males que hayas padecido en la vida presente. ¡Qué consuelo será el tuyo cuando te encuentres en el ciclo en compañía de tus padres, de tus amigos, de los santos, de los bienaventurados y puedas exclamar: “¡Estaré siempre con el Señor!”
Entonces bendecirás el momento en que dejaste el pecado, en que hiciste una buena confesión, frecuentaste los sacramentos; bendecirás el día en que, dejando las malas compañías, comenzaste a practicar la virtud; y, lleno de agradecimiento, te volverás a tu Dios y le cantarás alabanzas y gloria por todos los siglos de los siglos.
Así sea.