Cómo debemos gobernar los sentidos exteriores y servirnos de ellos para la contemplación de las cosas divinas

(De "Combate espiritual" por Lorenzo Scúpoli)

Grande advertencia y continuado ejercicio pide el gobierno y buen gusto de los sentidos exteriores; porque el apetito sensitivo, de donde nacen todos los movimientos de la naturaleza corrompida, se inclina desenfrenadamente a los gustos y deleites, y no pudiendo adquirirlos por sí mismo, se sirve de los sentidos como de instrumentos propios y naturales para traer a si los objetos, cuyas imágenes imprime en el alma; de donde se origina el placer sensual, que por la estrecha comunicación que tienen entre sí el espíritu y la carne, derramándose desde luego en todos los sentidos que son capaces de aquel deleite, pasa después a inficionar, como un mal contagioso, las potencias del alma, y viene finalmente a corromper todo el hombre.

Los remedios con que podrás preservarte de un mal tan grave, son éstos:

Estarás siempre advertida y sobre aviso de no dar mucha libertad a tus sentidos, y de no servirte de ellos para el deleite, sino solamente para algún buen fin, o por alguna necesidad o provecho; y si por ventura, sin que tú lo adviertas, se derramaren a vanos objetos para buscar algún falso deleite, recógelos luego y réglalos de suerte que se acostumbren a sacar de los mismos objetos grandes socorros para la perfección del alma, y no admitir otras especies que las que puedan ayudarla para elevarse por el conocimiento de las cosas creadas a la contemplación de las grandezas de Dios, la cual podrás practicar en esta forma:

Cuando se presentare a tus sentidos algún objeto agradable, no consideres lo que tiene de material, sino míralo con los ojos del alma; y si advirtieres o hallares en él alguna cosa que lisonjee y agrade a tus sentidos, considera que no la tiene de sí, sino que la ha recibido de Dios, que con su mano invisible lo ha creado, y le comunica toda la bondad y hermosura que en él admiras.

Después te alegrarás de ver que este Ser soberano e independiente, que es el único Autor de tantas bellas cualidades que te hechizan en las criaturas, las contiene todas en sí mismo con eminencia, y que la más excelente de aquéllas no es sino una sombra de sus infinitas perfecciones.

Cuando vieres o contemplares alguna obra excelente y perfecta de tu Creador, considera su nada, y fija los ojos del entendimiento en el divino Artífice que le dio el ser, y poniendo en Él solo toda tu alegría, le dirás: ¡Oh esencia divina, objeto de todos mis deseos y única felicidad mía; cuánto me alegro que tú seas el principio infinito de todo el ser y perfección de las criaturas!

De la misma suerte, cuando vieres árboles, plantas, flores o cosas semejantes, considera que la vida que tienen no la tienen de sí, sino del espíritu que no ves y las vivifica, al cual podrás decir: Vos sois, Señor, la verdadera vida, de quien, en quien y por quien viven y crecen todas las cosas. ¡Oh única alegría de mi corazón! Asimismo, de la vista de los animales levantarás el pensamiento a Dios que les ha dado el sentido y movimiento, y le dirás: ¡Oh gran Dios, que moviendo todas las cosas en el mundo, sois siempre inmóvil en Vos mismo! ¡Cuánto me alegro de vuestra perpetua estabilidad y firmeza!

Cuando sintieres que se inclina tu afecto a la belleza de las criaturas, separa luego lo que ves de lo que no ves; deja el cuerpo, y vuelve el pensamiento al espíritu. Considera que todo lo que parece hermoso a tus ojos viene de un principio invisible, que es la hermosura increada, y te dirás a ti misma: Estos no son sino destellos o arroyuelos de aquella fuente increada, o gotas de aquel piélago infinito de donde manan todos los bienes. ¡Oh cómo me alegro en lo íntimo del corazón pensando en la eterna belleza, que es origen y causa de todas las bellezas creadas!

Cuando vieres alguna persona en quien resplandezca la bondad, la sabiduría, la justicia o alguna otra virtud, distingue igualmente lo que tiene de sí misma, de lo que ha recibido del cielo, y dirás a Dios: ¡Oh riquísimo tesoro de todas las virtudes! Yo no puedo explicar la alegría que siento cuando considero que no hay algún bien que no proceda de Vos, y que todas las perfecciones de las criaturas son nada en comparación de las vuestras. Yo os alabo y bendigo, Señor, por éste y por todos los demás bienes que os habéis dignado comunicar a mi prójimo. Acordaos, Señor, de mi pobreza, y de la necesidad que tengo de tal y tal virtud.

Cuando hicieres alguna cosa, considera que Dios es la primera causa de aquella obra, y que tú no eres sino un vil instrumento; y levantando el pensamiento a su divina Majestad, le dirás: ¡Oh soberano Señor del mundo! Yo reconozco con alegría indecible que sin Vos no puedo obrar cosa alguna, y que Vos sois el primero y principal Artífice de todas.

Cuando comieres alguna vianda que sea de tu gusto, harás esta reflexión: que sólo el Creador es capaz de darle este gusto que encuentras, y que te es tan agradable; y poniendo en Él solo todas tus delicias, te dirás a ti misma: Alégrate, alma mía, de que, como fuera de Dios no hay verdadero ni sólido contento, así en solo Dios puedas verdaderamente deleitarte en todas las cosas.

Cuando percibieres algún olor suave y agradable no te detengas en el deleite o gusto que te causa; mas pasa con el pensamiento al Señor, de quien tiene su origen aquella fragancia, y con una interior consolación le dirás: Haced, Dios y Señor mío, que así como yo me alegro de que de Vos proceda toda suavidad, así mi alma, desasida de los placeres sensuales, no tenga cosa alguna que le impida elevarse a Vos, como el humo de un agradable incienso.

Finalmente, cuando oyeres alguna suave armonía de voces e instrumentos, volviéndote con el espíritu a Dios, dirás: ¡Oh Señor, Dios mío, cuánto me alegro de vuestras infinitas perfecciones, que unidas forman una admirable armonía y concierto, no solamente en Vos mismo sino también en los Ángeles, en los cielos y en todas las criaturas!