(De "Cada día es un alba" por Louis Évely)
Inventar la existencia, vivificar las relaciones, renovar el amor, conservar viva el alma... es tanto como crear una obra de arte cada día.
La vida es dura, acuciante, rápida..., ¡y es tan fácil dejarse arrastrar por ella protegiéndose de sus golpes a base de inconsciencia y de mediocridad...! Necesitamos distanciarnos de ella, verla con una cierta perspectiva, para ser capaces de crearla y gustarla de nuevo.
Dice Proust que jamás contempló Noé tan perfectamente el mundo como cuando lo vio a través del tragaluz del Arca. Entonces fue como si viera por primera vez la cumbre de una montaña, el vuelo de una paloma y una rama de olivo verde.
Nada se hace tan inconscientemente como el morir. Basta con no hacer nada, basta con no asombrarse, basta con habituarse para que muera una fe, un amor, un alma... Podemos dejarnos morir
dulcemente.
Si dos personas dejan de hablarse, pronto no tendrán nada que decirse; si dos personas dejan de escribirse con regularidad, no tardarán en perder las ganas de hacerlo; si dos personas ya no se miran, acaban por no verse siquiera. Para seguir amándose hay que volver a empezar cada día.
Kierkegaard nos advierte: «El mayor de los peligros, que es el de perder el propio yo, puede pasar inadvertido, como si no tuviera importancia; en cambio, cualquier otra pérdida —la pérdida de un brazo, de una pierna... o de cinco dólares— se advierte de inmediato».
La nobleza del hombre consiste en que sea consciente de la distancia infranqueable que existe entre lo que él es y lo que hace; en que sea al mismo tiempo actor valiente y espectador crítico de su propia vida; en que quiera entregarse a cada causa y a cada ser como si fueran merecedores de toda su persona, y descubrirse a continuación como si aún no hubiera dado nada.
«¿Quién es el que hace las cosas que yo hago?»: he ahí lo que deberíamos preguntarnos incesantemente para no perdernos en el encadenamiento de nuestras ocupaciones.
Exiliarse para reencontrar la verdadera patria; dejar de tocar y tomarse tiempo para afinar el instrumento... Verse a sí mismo vivir a la luz de los sueños de juventud, escuchar el sonido que uno produce al impacto de la Palabra de Dios: esfuerzo doloroso y, sin embargo, momento bendito de nuestra existencia en el que dejamos regresar al alma, en el que respiran todas las regiones de nuestro ser, en el que reiniciamos la existencia como sólo se hace tras haber rozado la muerte.
¿Para qué sirve el existir? Únicamente para existir. Porque la existencia es gratuita, como lo es el arte, el amor, la oración... Son cosas que no se merecen, que no se conquistan, que no se poseen...
¡Ah, si pudiéramos saborear la existencia como un don, tomar conciencia de esta creación continua, de esta profusión incesante de ser y de vida, de esta dicha, de este asombro de existir...!
No tenemos que producir, merecer ni justificar nuestra existencia, porque ella fluye en nosotros gracias a una pura generosidad que es presentimiento, signo y testimonio de Dios, primer acercamiento del Creador. Somos del mismo «ser» que él, y podemos decirle, como Mowgli a sus hermanos de la jungla: «Tú y yo somos de la misma sangre»; somos de la misma raza (Hech 17,28), de la misma familia; somos imagen tuya.
Muchas veces me digo a mí mismo que somos unos seres distraídos por un exceso de riquezas, asediados por un exceso de sensaciones, hastiados por un exceso de dones. He visto a personas mudas, ciegas o paralíticas que rebosaban de dicha de existir.
Tal vez tengamos demasiadas ventanas, y tal vez deberíamos privarnos de algunas de ellas, vivir con mayor sobriedad, para tomar conciencia de las cosas esenciales.
¡Dichosos los pobres que saborean lo que los demás no conocerán nunca: la fraternidad, el compartir, el amor, el cielo, el sol, el agua, el aire, la vida: todo lo que no se puede adquirir ni te pueden arrebatar!