(De "Caminos de oración" por Michel Quoist)
El hombre es feliz cuando se le admira por sí mismo, pero a menudo lo es aún más cuando se reconoce sinceramente el esplendor de su obra. Si es padre, su alegría llega al colmo cuando se le felicita por sus hijos.
¿Por qué Dios no iba a ser sensible, también él, a este reconocimiento? Es verdad que hay que darle gloria por ser quien es, pero no hay que olvidar alabarle por lo que hace, y especialmente por sus amados hijos, los hombres, por los que se desvive, feliz de que crezcan en la vida que les ha dado. Algunos lo olvidan, creyendo que le «dan gusto», al no pensar «más que en El».
Dar gloria a Dios a través del hombre que crece y se desarrolla, es llegar a tener la mirada amorosa y complacida de nuestro Padre, incapaz por un momento de dejar de mirar a sus hijos, hasta el punto de que «no cae un cabello de su cabeza sin que él lo permita».
La gloria de Dios, dice san Ireneo, «es el hombre viviente. La vida del hombre, es Dios».
Vosotros sois la luz del mundo.
No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para taparla con una vasija de barro; sino que se pone sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en casa. Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres que, al ver vuestras buenas obras, den gloria a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5,14-16).
A Dios, que tiene poder sobre todas las cosas y que, en virtud de la fuerza con que actúa en nosotros, es capaz de hacer mucho más de lo que nosotros pedimos o pensamos, a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por siempre y para siempre. Amén (Ef 3,20-21).
Gloria a ti, Señor,
por el niño que aprende a caminar,
suelta la mano de su madre,
cae,
se levanta
e intenta de nuevo la aventura;
por el muchacho que monta en bicicleta,
trata de correr sin agarrar el manillar,
y así veinte veces hasta conseguirlo;
por el adolescente que sufre
con un problema de matemáticas,
pero obstinado
quiere encontrar él solo la solución.
Gloria a ti, Señor,
por los deportistas que se entrenan cada día
para correr más rápido,
saltar más lejos,
cada vez más alto,
y así batir su propio record;
por los artistas que luchan con la piedra o la madera,
los colores o los sonidos,
para crear obras nuevas;
por los investigadores que estudian en la sombra,
experimentan,
a fin de descubrir los secretos de este mundo
que juntos habitamos.
Gloria a ti, Señor,
por los mineros que arrancan el mineral de la tierra,
por los que lo funden
y los que hacen las herramientas
y las máquinas;
por los arquitectos y sus cuadrillas de albañiles,
que construyen casas, catedrales y ciudades;
por los sabios, los ingenieros, los técnicos,
la multitud de trabajadores
del espíritu y de las manos,
que lentamente dominan la tierra
y «domestican» la vida;
por todos los que luchan
en favor del desarrollo del hombre y de los pueblos
y construyen un mundo de justicia y de paz.
Gloria a ti, Señor,
por el hombre que lentamente «se eleva»
a través de la inmensidad del tiempo,
desde que emergiendo del barro
tú lo quisiste de pie,
desde que chispa de espíritu encendida en la carne,
tú lo quisiste pensante, amante
y participante en su propia creación,
desde que entre sus manos por fin liberadas,
tú le entregaste el universo,
para que tomara posesión de él,
lo acondicionara y lo transformara.
Gloria a ti, Señor,
por esta prodigiosa y maravillosa ascensión humana,
por tu alegría en vernos crecer,
por tu humildad,
tú que te eclipsas ante nosotros
en vez de ocupar nuestro lugar,
por tu paciencia ante nuestras morosidades,
nuestros errores y nuestras caídas.
Gloria a ti, por fin, Señor,
porque creaste al hombre libre
y digno de encontrarte,
capaz de conocerte
y de amarte,
porque no pensaste que venías a menos
al hacerte tú mismo
un HOMBRE,
en tu Hijo Jesús;
porque por El,
si lo deseamos,
podemos
todos juntos decirte Padre nuestro,
y llegar un día a tu casa,
vivir en tu amor
y en tu gozo eterno.